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Juan Cruz Ruiz

TESTIGO DE CALLE

Juan Cruz Ruiz

Julio Llamazares y el viaje más lento de nuestras vidas

El 14 de marzo de 2020, maldito año dos mil veinte, se inició el viaje más lento, peligroso y triste de nuestras vidas. Un siglo antes, una enfermedad igual, devastadora como esta pandemia, amenazó al mundo y lo diezmó. Del mismo origen, de consecuencias igualmente dramáticas, la pandemia del siglo XXI llenó de miedo y de estupor vidas ya amenazadas por la mala salud o la miseria y también a aquellos seres saludables que hasta entonces no se habían sentidos amenazados sino por la habitual hacha de la longevidad.

Un día antes de esa fecha, el autor de La lluvia amarilla, el leonés Julio Llamazares, el viajero literario más ilustre del presente de la literatura en lengua española, hacía viaje con su familia (su mujer, su hijo) hacia una insólita primavera. Hubo una sola parada, para repostar, así que llegaron pronto él y los suyos a una finca cerca de Truijillo, en Extremadura. Al día siguiente de la llegada ya se había decretado el Estado de Alarma y España, y el mundo entero, en distintas fases, se encerró en sus casas. Se iniciaba un periodo de confinamiento que ya se adivinaba, con consecuencias dramáticas, en las grandes ciudades y que llegó a pueblos como aquel al que se dirigía la familia Llamazares para participar de lo que iba a ser, en los pueblos, en los valles y en las grandes ciudades, el olor terrible que exhalan la enfermedad y sus miedos.

Unas semanas después, 28 de marzo, celebraba su cumpleaños el autor de tanta poesía de estupor y de espera, de novelas o ensayos o viajes marcados por la necesidad de contar mientras camina. Alrededor no había posibilidad de regalos, pero su familia consiguió un modo de agasajarlo. Un amigo alemán, restaurador famoso por su trabajo en La Pinacoteca Nueva de Munich, en Alemania, afincado en ese mismo pueblo de Extremadura al que habían viajado Julio y los suyos, entretenía sus tiempos haciendo acuarelas que ilustraban los días pletóricos de sus tiempos libres.

Konrad Laudenbacher, ese alemán tranquilo, tenía dispuestas, en la imaginación o en la casa, material suficiente como para buscar, entre sus acuarelas, aquella que sirviera para rendir homenaje al novelista, nacido tal día como ese 28 de marzo, en 1955, en un pueblo leonés que dejó de existir, Vegamián, ahogado por las aguas de un embalse cuando él era un muchacho. Ese pueblo hundido, confinado bajo el agua, ha sido durante años parte inmensa de su mirada, ha ahondado en su modo de ver y de sentir, y le ha servido, gracias a la literatura, para contemplar el recuerdo cuando éste se halla perdido, una herida en el alma de mirar.

Esa acuarela ha dado de sí, pues, la más impresionante contribución lírica a la crónica general del desastre que hemos vivido en este mundo tan desastrado. Pues, a partir de la contemplación del paisaje y de la interpretación que del mismo ha hecho Konrad, Julio ha dibujado, con palabras, las grandes paradojas de su contemplación: el mundo se iba hundiendo y a la vez la naturaleza iba explicando su esplendor. Confinado el universo de las personas, los colores, las aguas, las plantas, todo lo que florece mejor en soledad y sin ruido, como una gigantesca acuarela haciéndose, su escritura se fue consolidando hasta darle sentido a lo que los espectadores de ese universo perfecto llamamos belleza. Sentado ante un escritorio que le servía para ir trasladando al papel sus sucesivos descubrimientos naturales, Llamazares empezó a escribir lo que luego fue este diario singular que al fin tituló Primavera extremeña. Apuntes del natural, que hace unos meses publicó Alfaguara, su editorial.

El libro ha tenido ya su andadura, pero ahora lo ha traído a Fuerteventura, donde el gran Eloy Vera lo ha situado entre las actividades de su ya leyendaria feria de escritores. Tuve la suerte de ser elegido por Eloy para dialogar con Llamazares, y por lo que observé el público apreció con la atención de su silencio lo que contaba el novelista de Vegamián. Debió llegarles, sentí por la intensidad de sus aplausos, que su historia formaba parte también de sus propias vivencias, su estupor y de su extrañeza. Porque en este caso muy especialmente, el caso de Primavera extremeña, Julio Llamazares se representa, como decía Stendhal que debían ser los viajes contados, como un espejo que se pone al borde de los caminos para que la naturaleza (y en este caso también la pintura) vaya diciendo lo que ella misma siente, en euforia o en tempestad.

Como quien apresa con sus dedos, los de escribir, pero también los de subrayar lo que escribe la propia vida, Llamazares confronta esos primeros días de su largo viaje con una prosa aterida. “El viaje tuvo algo de abandono. O de huida, dada la forma precipitada en la que lo hicimos. Mientras cruzábamos la ciudad [de Madrid], la sensación de escapar de un lugar a punto de entrar en guerra se fue adueñando de nosotros, que apenas comentábamos lo que veíamos a nuestro paso: calles y plazas semidesérticas, glorietas que un día normal estarían atascadas de vehículos y de peatones y que sin embargo ahora se veían apenas transitadas, coches de policía que más que tranquilizar con su presencia acrecentaban el temor a algo inminente…” En el confinamiento extremeño el propio Julio era consciente de formar parte de las amenazas que temían los vecinos que los vieron llegar para escapar del silencio horrible de la gran ciudad para centrarse en el silencio impresionante y bello del lugar que habían elegido para no ser materia del plomo infinito en el que se había convertido el lugar del que escapaban.

Esa combinación de hechos, unos que convocaban la belleza y otros que expresaban el estupor mundial que ahondaba la incertidumbre del mundo en esos tiempos, es la materia de este libro. En ese momento álgido de contemplación el poeta describe “una naturaleza que cada día que transcurría se mostraba más esplendorosa: las lilas y los membrillos echaban sus flores malvas y blancas, la lavanda silvestre teñía el monte de color morado, las retamas lo amarilleaban, los botones de oro y las amapolas pespunteaban la hierba verde entre los olivos y los pájaros volaban llenaban la atmósfera de gorjeos…” Era la otra parte del mundo en el que sólo la naturaleza, “a la que pertenecían los pájaros, las flores y los insectos, seguía su curso de siempre como si los problemas de la humanidad nada tuvieran que ver con ella”.

Esa primavera, naturalmente, tuvo su enorme, feroz, contrapunto, y ahí está, en el libro, con su densidad de destrucción y de tristeza, como si fuera la presencia intensa, inolvidable, de un pueblo hundido, de un desastre que sólo se puede contar con las lágrimas cuya escritura forma parte de la ansiedad estupefacta del que ha visto bajo las aguas lo que fue la memoria de las palabras y de las piedras de la casa a la que ya no se vuelve, como si ya nunca más tuviera derecho a la primavera.

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