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Perdón

Como sucede cada 12 de octubre desde hace varías décadas, con motivo de la fiesta nacional, o casi, que rememora la llegada a tierras americanas de la expedición promovida y encabezada por Cristóbal Colón, se alzan voces de próceres e intelectuales de diversas procedencias reclamando que pidamos perdón. Parece que, teniendo la nacionalidad española, la reclamación me llega también a mí a pesar de que no celebre en ese día nada en particular. Pero como la deuda dicen que está presente por mucho que la ignore será cosa de tomársela en serio.

¿Perdón? ¿En virtud de qué debería pedirlo? Como le dije en persona a un académico con motivo de encontrarme en Ciudad de México, donde celebraba un recuerdo distinto, el de Darwin, pero que por aquello de las razones que saltan de una a otra parte terminó derivando en el asunto de la conquista del continente americano, que yo sepa ninguno de mis antepasados directos participó jamás en aquella aventura. Así que, cuando el señor decano, o rector, o no sé qué me reclamó el que pidiese disculpas le pregunté si no estaría pensando él en realidad en sus propios tata-tatarabuelos habida cuenta de que, por mucho que su nombre tuviese raíces indígenas —Cuauhtémoc, o algo parecido—, sus apellidos —Martínez, López; puede que Cortés incluso— sonaban del todo castellanos. En buena lógica, debería ser el quien se hiciese perdonar por los pecados familiares.

Pero incluso ese recurso del vínculo directo es absurdo salvo que pertenezca uno a alguna de esas religiones que sostienen que las culpas saltan de padres a hijos a lo largo de dios —su dios— sabrá cuántas generaciones. Si no es así, ni siquiera tendría alguien que disculparse en absoluto por nada que su propio padre hubiese hecho. Salvo que anduviera por medio un delito de apropiación indebida transformado en este caso en bienes poseídos por herencia.

Si es ése el caso, imagino que los nostálgicos del perdón deberían dirigir sus quejas al Louvre y sobre todo al Museo Británico reclamándoles que devuelvan los tesoros griegos, mesopotámicos y egipcios, entre otros, que pueblan sus salas de exhibición. De los tesoros que los Austrias llevaron desde América a España y que fueron, por cierto, la causa directa de su quiebra económica —la de los emperadores y la del Imperio que regían— me temo que no quedan ya ni las migajas, salvo que alguna que otra reliquia que yo, por mi parte, devolvería de inmediato de pertenecerme. No es así.

Los demás perdones que se reclaman no dejan de ser un recurso retórico e interesado para ocultar las culpas de los verdaderos responsables de las miserias que sufren los indígenas hoy día. Y que tienen muy poco que ver con las prácticas de los imperios aztecas, incas o mayas, de entonces, por cierto. Pero, por si acaso, perdóname señor que no lo volveré a hacer.

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