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Joaquín Rábago

Cosas que no entiendo

No sé si será porque paso más tiempo del que debería fuera de España, y concretamente en la capital alemana, pero hay cosas que no acabo de entender de mi país y me preocupan.

No entiendo, por ejemplo, que en el desfile del llamado Día de la Hispanidad se insulte y se descalifique a gritos como okupa al presidente de un Gobierno legítimamente elegido, nos guste o no, por los ciudadanos.

Y ello, mientras los mismos que le injurian, vitorean al heredero de una institución mancillada por el comportamiento de su anterior ocupante y que al menos hasta ahora no ha dado ninguna señal de aceptar mayor transparencia.

¿Es sólo porque ven en ella simbolizada la unidad nacional o por simple despecho a un Gobierno que llegó democráticamente al poder tras ganarle al PP de Mariano Rajoy una moción de censura?

Ni entiendo tampoco cómo el principal partido de la oposición puede permitirse bloquear impunemente durante años la renovación del Consejo General del Poder Judicial, tal y como ordena la Constitución sin que ello parezca pasarle factura, a juzgar por lo que indican las encuestas de intención de voto.

En un país digamos que normal –no por supuesto, uno que no se llame, por ejemplo, Polonia o Hungría– tal comportamiento merecería una fuerte reprobación por parte de la ciudadanía.

Y también de los medios, que, con independencia de su ideología, presionarían con seguridad a favor de que ese partido cumpliese su deber constitucional en lugar de intentar justificar, como hacen muchos, su filibusterismo, culpando por igual a la oposición y al Gobierno del antidemocrático impasse.

En Alemania sería también impensable –y ya lo ha demostrado– que un partido democrático como es la CDU/CSU de Angela Merkel aceptase ir en el Gobierno con la ultraderecha nacionalista y xenófoba de Alternativa para Alemania, el equivalente germano de nuestro Vox.

La diferencia es que en Alemania ha habido, desde la derrota del nacionalsocialismo, un importante y constante proceso de educación de la ciudadanía en los valores democráticos, algo que uno echa, sin embargo, en falta en nuestro país.

En España, el dictador de los «cuarenta años de paz» murió de muerte natural en la cama, y los ganadores de nuestra guerra civil se han ocupado muy bien de mantener a las nuevas generaciones en un cómodo olvido de lo que significaron aquellos años para los perdedores.

Es cierto que todo lo agrava aquí el problema de Cataluña, que explica, aunque en ningún caso justifica, el odio visceral que muchos sienten hacia el actual presidente del Gobierno, al que acusan de aceptar el chantaje de los independentistas con el sólo objetivo de mantenerse en el poder.

Olvidan, sin embargo, que todos los gobiernos anteriores, ya fuesen del PSOE o del PP, hicieron en su momento concesiones importantes a catalanes y vascos sin que nadie, al menos cuando gobernaba el PP, se rasgara las vestiduras, como ocurre ahora.

Como dice un amigo a quien pregunté cuáles eran, en su opinión, las razones de ese odio a Sánchez, que no se limita a la derecha, el presidente del Gobierno es un político «sin clara ideología, que parece que va por libre y no ha rendido pleitesía a Felipe González y su vieja guardia».

Pese a que comulga con el capitalismo, los grandes poderes «no quieren ni verlo» y un sector de la prensa nacional «le pone diariamente a caldo, propaganda que traga la gente», agrega mi amigo. Tal vez no esté muy desenfocado ese retrato.

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