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Alfonso González Jerez

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Alfonso González Jerez

La penúltima majadería

En los Estados Unidos, una república federal, las sedes de los tres poderes del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial) se encuentran en la capital, Washington. Después de la unificación alemana el gobierno federal y ambas cámaras legislativas están en Berlín, aunque ciertamente el Tribunal Constitucional funciona desde 1950 en Karlsruhe, una pequeña ciudad en el suroeste de Alemania, casi a un tiro de piedra de la frontera con Francia, pero no con la intención de que los ciudadanos de Baden-Wurtemberg se sintieran más acompañados institucionalmente, sino más bien por las particularidades del sistema judicial-constitucional germano. Todo este estúpido y artificioso debate sobre cambios de sede y rotación territorial de instituciones y organismos públicos, con la que está cayendo económica y socialmente en este país cada día más invertebrado, es tan extemporáneo como insoportable.

Desde siempre se ha empleado desde el poder la táctica de introducir en el debate público falsas disyuntivas, crecepelos prodigiosos y discusiones bizantinas para distraer de los asuntos más amargos, complejos y sangrantes, es definitiva, para censurar palabreramente la realidad. Si el desempleo juvenil es una amenaza para el proyecto de vida de millones de pibes y pibas, pues se introduce ahora –ahora, no hace dos años– el llamado bono cultural, y que chillen porcinamente partidarios y detractores. Lo que ocurre es que jamás se había observado un seguidismo tan perruno a las consignas de distracción impartidas por un Gobierno, por cualquier gobierno, y enseguida te sale el señor barbudo que prepara sopa juliana en La Vanguardia para recordarte que ya Pascual Maragall propuso en su día colocar el Tribunal Constitucional en Cataluña. Qué pena que en Madrid, por supuesto, no le hubieran hecho caso. El problema no es que el TC, desde hace varios lustros, «realice su actividad de forma lenta e ineficiente, dejando indefensos a ciudadanos que se ven perjudicados por normas legales o actuaciones administrativas o judiciales que atentan contra lo establecido en la Constitución», como ha escrito Diego Fierro Rodríguez. El problema es donde ponemos el edificio, desde que provincia, municipio o pedanía se dicta sentencia una década después de haber interpuesto un recurso.

La descentralización política y administrativa real es la que se produjo con el desarrollo de lo que se denominó en su día (ya es un nomenclátor bastante desusado) el Estado de las Autonomías: una estructura asimétrica y a veces disfuncional, pero en la que las comunidades terminaron por asumir la dirección de los principales servicios públicos –educativos, sanitarios, asistenciales– y la gestión de amplios recursos financieros. Esa fue exactamente la aproximación fáctica –y en general beneficiosa– de la gestión pública al ciudadano. Trasladar el Tribunal Supremo a Valencia, el Tribunal de Cuentas a Astorga o el Senado a Tarragona no significa el más mínimo efecto en el funcionamiento operativo de dichos organismos ni mejora la calidad técnica de la administración pública ni la fortaleza del sistema democrático. No es más que humo de tramoya para distraernos de lo que deberían ser prioridades y exigencias de la agenda pública en un momento de crisis pospandémica y cuando España se la juega en la elección y gestión atinada de los fondos extraordinarios de la Unión Europea.

Durante el debate sobre el Estatuto de Autonomía varios diputados de Gran Canaria insistieron en que la sede de la Delegación del Gobierno central debería estar en Las Palmas de Gran Canaria; la sede del nuevo Parlamento les interesó mucho menos. A ese desdeñoso despiste deben su prosperidad bares y cafeterías de la calle Teobaldo Power y aledaños. Esperemos que al calor del último ilusionismo sanchista no se despierte aquí la bestia y se empiece a hablar de trasladar instituciones. Porque Casimiro Curbelo no solo se llevaría a La Gomera la Presidencia del Gobierno canario, sino hasta el Bingo Colombófilo.

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