En los veinticuatro días de asombro y horror con los que nos castigó el Volcán Cabeza de Vaca, y en el plazo incierto que aún nos aguarda, creció de modo exponencial el inventario de daños, la superficie afectada, las crecientes e irremisibles pérdidas de casas y cultivos, la lista de nombres propios, paisanos y amigos, despojados rauda y violentamente de sus bienes e incluso de su memoria. Contemplamos el dolor en su estado crudo y duro y, como paliativo cierto, la solidaridad llegada de todas partes; de las islas hermanas y el conjunto del estado, de las naciones vecinas y las lejanas. Como una piedra en el mar se agrandó la onda afectiva que tiene en su centro un territorio joven –apenas dos millones de años, un suspiro para la edad del planeta– cruelmente herido por una catástrofe colosal, el peor de sus volcanes históricos en un escenario de naturaleza arisca y fértil.

Sobra destacar y valorar, porque es un sentimiento unánime, el compromiso de las administraciones – desde las locales a la del Estado – y el trabajo, continuo coordinado y leal, de trabajadores y políticos, de bomberos y cuerpos de emergencia de todo el archipiélago, de la presencia temprana y eficaz de la UME –que la ministra Robles garantizó hasta el final del episodio– y los anónimos voluntarios de entidades filantrópicas. También se han ganado el aplauso organizaciones no gubernamentales, desde la World Central Kitchen del chef José Andrés hasta asociaciones confesionales y medios canarios, nacionales y europeos, liderados por la RTVC que, desde la primicia de la explosión. brindó la señal abierta a todos los canales.

Entre tantas respuestas positivas aparecen proposiciones y/o sugerencias que, pese a la buena intención que las puede alentar, no dejan de ser brindis al sol y excentricidades. Una de ellas es reubicar sobre la lava lo que la lava sepultó, reproducir el Todoque destruido, cuando la razón y la dolorosa experiencia aconseja una planificación que contemple los riesgos geológicos.

La otra, acogida con sorpresa en mi isla natal, pretende sacar al mercado las piezas menores del Joyero de la Virgen para ayuda de los damnificados. La osada iniciativa choca en hueso porque nadie, absolutamente nadie, está cualificado para determinar el mérito espiritual de un donativo a la Patrona y disponer de él a su gusto o su bondad. ¿Por qué vale más la lira regalada por la marquesa que las dormilonas de la niña pobre? ¿No hay otras alternativas –incluso la propia aportación personal– para ejercer la caridad evangélica con las víctimas del desastre? Confiamos que se imponga el sentido común, el respeto a la devoción de los fieles, ricos y pobres, que donaron a la Señora del Monte, con la misma fe y el mismo amor, lo que tenían a su alcance y, en muchos casos y tengo conciencia cabal, privándose casi de lo indispensable. Además de un símbolo religioso e histórico –Asieta, Nuestra Señora la Mayor, como queramos llamarla– es el vínculo que une fraternalmente a todos los palmeros –creyentes, tibios y no creyentes– y, ante esos indiscutibles títulos hay que actuar con tanto amor como consideración, con tanto celo como prudencia. Incluidas las mejor intencionadas, las ocurrencias tienen poco recorrido y en la fe –que nadie lo olvide– todos somos iguales y valen lo mismo todas las opiniones. Toda contribución es poca para la gente que ha perdido tanto, pero un gesto ostensible, unos gramos de oro y unas piedras modestas no reparan sus totales carencias. Busquemos por todos lados y con todas las fuerzas las soluciones y medios para socorrerlos, pero Las Nieves y todo lo que es y representa, no se tocan.