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fuera de su isla

Vínculos

Anoche, de sobremesa con dos tercios de los muchos hijos que tengo, mi hija, la mayor, como quien no quiere la cosa, me contaba que mi hijo, el pequeño, se va a tatuar. Y me emocioné. ¿Qué puedo decir en mi defensa? No lo esperaba. Y traté de disimular. Pero ellos, que me conocen como si fueran hijos míos, empezaron a mirarme anunciándose el uno al otro –y el otro al uno–, que ya iba a ponerme a llorar. Y fue decirlo y ahí estaba: llorando. Por su culpa. Por presionar. Lo mismo que cuando me hacen reír y siguen y siguen solo porque digo basta ya. Y ella empezó con su batería de preguntas. Y hasta de respuestas. Que cómo podía ser que me dieran igual todos los tatuajes de ella y me pusiera a llorar por uno de él. Que no puedo asumir que mi hijo pequeño ya no es pequeño. Y a mí, que apenas me daba para responder, ahogada en llanto, que sí o que no. Y no sé por qué lloraba. Es decir, por supuesto que lo sabemos. Siempre. Pero a veces necesitamos de un espacio para ponerle palabras a las cosas que sabemos pero aún no sabemos pronunciar. «Pero tú también nos dijiste una vez que estabas pensando en tatuarte» me llegó a argumentar y ahí se me interrumpió el llanto para pronunciar al unísono con mi hijo y sus casi veinticinco años de piel intacta: «Jamás». «Con lo moderna que tú eres». Insistía ella y de nuevo mi hijo y yo, en una perfecta coreografía: «No soy moderna. Soy otra cosa».

Y a este drama, desde la distancia, pero en directo gracias a la tecnología, se sumaba el último tercio de mis muchos hijos. Recordando como si fuera ayer «cómo me puse» cuando tiempo atrás lo llevara de viaje a ver un mundial de Fórmula 1 –de la que entiendo aproximadamente lo mismo que de física nuclear pero que a él le entusiasma– y la noche antes de marcharnos me enseñó que se había tatuado la firma de Fernando Alonso en un brazo. No imaginan todo lo que le pude gritar. Y hasta el propio Alonso estuvo de mi parte. Lo sé, aunque no dijera una palabra, porque cuando por fin nos cruzamos con él en aquellos paddoks de la fama, estos ojos de madre presenciaron el instante en que mi retoño, todo nervioso ante su ídolo, le enseñaba un antebrazo diciendo algo del tipo: «Que me he tatuado tu nombre» y Alonso, esquivándole entre aquella multitud de fans, miró el brazo con gesto incrédulo, en lo que yo denomino desde entonces ‘cara de vaya un imbécil’.

En este punto tengo que aclarar, primero, que no tengo nada en contra de los tatuajes, pero a favor, tampoco. Soy capaz de mirar con admiración y curiosidad las obras de arte que algunos llevan impresas y escucho fascinada algunas de las historias que tienen detrás. Pero para mí, que viajo y vivo ligero, nunca suman en atractivo lo que una sonrisa sincera, por ejemplo. Y mi hija que está ilustrada ya en espalda, piernas y brazos de un desorden de ilustraciones de animación japonesa, canciones y de lo que sintió una vez en un sueño cuando estaba embarazada. Y mi hijo en la distancia, que fue construyéndose ese mapa de ídolos de Fórmula 1 y motociclismo que ni siquiera saben que existe, pero él lleva en la piel y el corazón.

«Claro ¿y cuando tenemos que firmarte consentimientos para viajar a sitios donde te puedes morir, qué, eh?», continuaba la portavoz de los hermanos. Y yo respondía, ya entre gárgaras, que qué tendrá eso que ver. Y ahí, todos a coro, repitiendo esas líneas siniestras de las descargas de responsabilidad de algunos proyectos: «¿Tiene familia o vínculos con personas en su lugar de origen?», «Está su familia suficientemente informada de los riesgos a los que se expone y cuenta con su aprobación?». Y con el mismo ánimo democrático que un tatuaje, nos aprobamos, nos aprobamos… Porque un llanto puntual –aunque sea puntualmente prolongado– nada tiene que ver con decir que no.

«Es que –me animé a responder tan envuelta en preguntas– para mí era un poco… la resistencia». Y ahí estaban esos tres locos muertos de risa rodeando a una pirada que llora. Y no sé muy por qué lloraba… Es decir, por supuesto que lo sabemos. Siempre. Pero necesitamos de un espacio para ponerle palabras a las cosas que sabemos, vaya que sabemos, pero aún no sabemos pronunciar. Y aunque no dije nada en ese momento, también recuerdo perfectamente a mi hija ahogada en lágrimas cuando me contaba que había soñado con el hijo que iba a tener. Y recuerdo como si fuera ayer cuando dejé a mi hijo en la puerta de los paddoks por un instante mientras yo iba a buscar los pases, a escasos metros de ver a sus ídolos por primera vez y al volver, lo encontré llorando. ¿Y para qué preguntarles por qué lloraban? Si lo sé, claro que lo sé.

Y si tengo que aventurar una teoría de este llanto mío de ahora, no es nada nueva, en realidad. Yo diría que lloro porque los quiero. Porque admiro a esos vínculos maravillosos. Por la suerte de que mi lugar de origen, no es un lugar, sino personas de colores –por dentro y por fuera–. ¿Qué quieren que les diga? Para mí que lloraba… de felicidad.

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