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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

No ser

Es inevitable y, a la vez, cuesta la vida tener que escribir sobre la pesadilla que poblaba mi infancia y que se ha hecho realidad como pasan todas las cosas terribles: de repente. Siempre pensé que mi madre tenía el don extraño de traspasarme sus desvelos y sus malos sueños. Ella, durante años, soñó, cada invierno, que el volcán estallaba. La visión de los ríos de lava corriendo, deslizándose sinuosos e implacables, derritiendo los neumáticos de los coches a su paso, estuvo muy presente en mi niñez porque cuando se despertaba, sobresaltada, nos contaba con todo lujo de detalles la catástrofe que había presenciado, para conjurarla, seguramente.

Así fue como me contagió su mal presagio y, cuando cumplí los 30, empecé, yo también, a soñar con que el viejo volcán entraba en erupción y se llevaba a su paso todo lo que habíamos conocido, igual que se tragó, un día, la Villa y Puerto de Garachico.

Soñaba con ello al menos dos veces al año. Y, si esa noche estaba lejos de casa, nada más levantarme tenía la urgencia de llamar a la Isla para comprobar que todo seguía como lo dejé. Mi barrio en su sitio, mi familia en el barrio y el volcán dormido.

Ya no vivo en las Islas, pero en ellas siempre existo. Y hete aquí que la semana pasada tuve que volver para trabajar.

Es verdad que ya se venía avisando y que el enjambre de sismos que sufrieron La Palma y su gente en los días anteriores no barruntaba nada bueno. Con el volcán nunca se sabe. Pero escuchar a los compañeros anunciar que había comenzado la erupción fue constatar que las pesadillas pueden cumplirse y que, como reza ese adagio, tal vez demasiado trillado, hay que tener cuidado con lo que se sueña.

Y cómo evitarlo. Cómo hacer para no evocar al volcán cuando está en nuestra historia misma y en nuestra idiosincrasia. Cuando hemos corrido de chicos por sus cicatrices –rofe, malpaís, picón– y hasta hemos osado roturarlas y cultivar en ellas, haciendo el milagro por el que deberíamos ser llamados magos ya sin complejos y para siempre.

Cómo hacer para no pensar en el volcán cuando todavía hay gente que guarda memoria de los que despertaron en el siglo pasado, gente que ha vivido la furia de varias erupciones con la resignación y la entereza, la entrega de este pueblo acostumbrado a lucharlo todo varias veces.

El domingo 20 de septiembre se paró el tiempo, al tiempo que se abría la tierra. No hubo casi lugar para maravillarse de la magnificencia del monstruo rugiente, que enseguida empezó a mostrar su cara natural: la de la destrucción y la devastación. La de la inclemencia. Y no fue como lo había soñado ni como lo soñó mi madre. El volcán de nuestras pesadillas, el que derretía los neumáticos en su fluir buscando camino hacia el mar, se me antoja ahora benévolo y naif.

Este otro ha destrozado la vida completa de cientos de familias, de miles de paisanos que se enfrentan a lo más doloroso que un ser humano puede afrontar. La aniquilación de aquello que conforma la identidad individual y, sobre todo, colectiva. La casa, la calle, el barrio, el pueblo entero engullido por la lava que no sabe de recuerdos ni respeta memorias.

He estado hablando estos días con amigos y conocidos que han sufrido de cerca la catástrofe. Y todos lamentan lo mismo: que ya no exista el lugar donde se hicieron gente. Que no quede ni rastro de aquello que pensaban que era suyo, porque podían nombrarlo. ¿Qué dirán ahora, cuando se les pregunte? ¿“Yo era de Todoque”? ¿“Yo fui de Las Manchas”?

Todo lo que rodea a esta desgracia es terrible, sin atenuantes.

Pero que el lugar donde aprendiste a ser se haya borrado del mapa, se me antoja de una crueldad sin límites.

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