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Rafael Dorta

Crónicas de la Revo-ilusión

Rafael Dorta

Señales de humo

Bien mirado, el animal humano nunca habló el lenguaje de la naturaleza. Apenas dejó de ser cazador recolector para inventar la propiedad privada, aumentó su empecinamiento en desarrollar el rango de especie dominante. Y más aún, si alcanzaba una categoría de semi dios mitológico, junto a las demás deidades inventadas. En su afán por recrearse a sí mismo, el niño que descubrió el asombro del fuego sigue enfrascado en la misma batalla de siempre, que no es nada distinto a celebrar la épica de lo fugaz. Demasiado corta es la vida como para estar agobiados con los procesos naturales que, por supuesto, envían un código de señales memorísticas, es decir, recuerdan que el estallido originario no cesa nunca, aunque no lo oigamos. Esta manía de querer controlarlo todo, sembrando lo artificial en la piel de una tierra que se rige por sus propios criterios geológicos, tiende a confundir el progreso con la vanidad de creerse algo superior destinado a resonantes grandezas. El volcán no necesita permiso de nadie porque estuvo y estará presente en la ceremonia de las sucesivas génesis y apocalipsis que dan sentido a este azar evolutivo. En el oeste americano, los indios eran los malos de la película hasta que alguien se atrevió a revisar el mensaje oficial. Y es que los escenarios de cartón piedra se derrumban estrepitosamente al primer temblor de eso que se oculta debajo de lo aparente y que ahora tiñe al gran hermano de encogida teatralidad. A los paisanos de mi isla materna les quedará el recuerdo acumulado de una tristeza antigua, la herencia de no pocas ilusiones rotas, y otra añoranza vestida con un traje hecho de ceniza y duelo. La herida que eleva su rojo incandescente anuncia el quebranto y arroja la nada y el todo, como quién obliga al hijo a que vuelva a nacer.

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