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Salud

La responsabilidad social corporativa

Albert Camus había llevado a su madre a París desde su Argelia natal. Como allá, ella pasaba mucho tiempo mirando la calle a través de los cristales. Un día le dijo a su hijo que quería regresar a Argelia ¿Por qué, le preguntó el escritor, no tienes aquí de todo? Es que no hay árabes en la calle, le contestó. Ella, analfabeta, viuda temprana, había logrado criar a sus dos hijos con la ayuda de su madre, menorquina, inmigrante que huía de la pobreza con la que se encontró en su país de acogida. Pobres pero europeos y católicos, se mezclaban con los musulmanes en los juegos pero ni conocían su idioma ni se interesaban por su cultura. Camus estudió a base de becas que premiaban su brillantez. Como tantos otros, reconoció la contribución de sus maestros de infancia, esa marca que imprimen los que con amor son capaces de despertar en sus alumnos la avidez por conocer y explorar. Pronto se involucró en las luchas sociales y se alistó al partido comunista. En la prensa local denunció las condiciones de vida y trabajo de los obreros y campesinos en Argelia. Pero nunca sintió que ellos, los musulmanes, fueran como ellos, los europeos de Argelia. Por eso cuando reclamaron la independencia no la apoyó: temía que expulsaran a los suyos. Los argelinos musulmanes, eran los otros. Los defendía en abstracto. Su mundo, su cultura era no le interesaba, quizá lo viera como una manifestación de la barbarie.

En el ser humano convive la ambición de querer ser más que los otros y a la de verlos y sentirlos como nuestros iguales. «Todos somos iguales pero algunos somos más iguales que otros» como decían los cerdos en la Granja de los animales. Los otros, como los árabes de Camus, como los inmigrantes que hoy llegan a nuestros países. O los obreros en los primeros años de la revolución industrial.

Eran campesinos que llegaban a las fábricas con lo único que tenían: su fuerza de trabajo. La cambiaban por salarios miserables y en la miseria de los arrabales vivían o sobrevivían. Mal alimentados, desgastados por el trabajo, hacinados en viviendas insalubres, se desahogaban en las tabernas. A la enfermedad y muerte se unió el alcoholismo y con él la violencia. Había que aislar en guetos a esos bárbaros, sucios e incultos, impedir que penetraran en las ciudades donde apacible y civilizadamente vivían los bienpensantes y muy cristianos burgueses.

En este mundo de contradicciones aparecieron movimientos que se preocupaban por el ruinoso estado de salud de los obreros. Nace la medicina social, casi como una consecuencia de la teoría celular: somos, cada uno de nosotros, una república de individuos que conforma pequeños reinos y coaliciones: células, órganos y sistemas. Cada componente influye y depende del resto. Así los individuos, así las familias, los municipios, las provincias, las naciones y sus ligas. Los movimientos salubristas influyeron en la mejora de las condiciones de vida de los obreros. Pero la explotación en el siglo XX se trasladó a los países pobres. Salarios de hambre, inseguridad laboral, presión y competencia. También ahora en occidente en las grandes corporaciones. Amazon es un buen ejemplo.

Y mientras eso ocurre, los CEO, acrónimo que ya es popular, expresan sus preocupaciones, intereses y visiones en una encuesta masiva realizada por la consultora KPMG. Ven con optimismo la evolución de la economía y del empleo. Y cabe celebrar que los ejecutivos españoles apuestan por los trabajadores, por el componente humano, para conseguir ese futuro halagüeño. Ven necesario el desarrollo sus capacidades y habilidades. Apuestan por ellos por encima de la adquisición de nueva tecnología. Cubiertas las necesidades básicas, el ser humano encuentra satisfacción en desarrollar sus talentos. Que muchos CEO manifiesten que eso es un objetivo primordial es una buena noticia. Aunque no se cumpliera del todo, reverberará en la cultura de la corporación. Como el deseo expresado de construir entornos laborales flexibles. Hay un discurso cada vez más estructurado que dibuja la evolución potencialmente positiva del capitalismo actual. No solo por el compromiso con la mejora del entorno laboral y el desarrollo personal, además por la preocupación generalizada por el impacto en la sociedad y en el medioambiente. Es la responsabilidad social corporativa. Saben que los ciudadanos pueden ejercer su poder negándose a comprar los productos de las empresas que no cumplen con esa ética. Se podría decir, desde una postura cínica, que usan la ética como un medio para vender más. En este caso son los medios los que justifican el fin. Pero esa motivación, si existe, no es la única. Junto al afán de lucro, la satisfacción por respetar y ayudar a los demás. A veces el equilibrio es difícil. La leyes, y también la cultura, fuerzan a que la balanza se incline cada vez más hacia la responsabilidad social corporativa

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