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Juan Cruz Ruiz

TESTIGO DE CALLE

Juan Cruz Ruiz

La Punta del Viento y donde da la vuelta el aire

Sobre la mesa de firmar había en la Feria del Libro del Retiro, en Madrid, un libro sobre las islas Canarias y una muchacha venezolana de nombre Oma preguntó cuál era el sitio donde mejor aire hace en mi tierra favorita, que es el archipiélago donde nací, precisamente en la que ahora se llama calle Malteveo, en el barrio de La Asomada, en el Puerto de la Cruz.

En un tiempo, por razones que quizá sabía sólo mi padre, esa calle se llamó Calle Nueva, pues alguna vez debió ser reciente. Se ve que en aquel entonces no venían cartas, o no venían demasiadas, y las casas, las pocas que había, no recibían tanta correspondencia como para que las calles tuvieran nombre propio y para que además hubiera números en las puertas. En cuanto hubo nombre, la Calle Nueva, y hubo algunas cartas, de bancos, mayormente, mi padre le puso número a nuestra casa. Era un número improbable, inventado por él para salir del paso, que además no podía corresponder a realidad alguna, pues era imposible que en aquel barrio minúsculo en el que nacieron también mis otros tres hermanos hubiera 115 puertas de domicilios.

Pues ese era el número de mi casa en la Calle Nueva, el 115. Debió ser, pienso ahora, una invención paterna basada en una realidad mucho más lógica, la de nuestro primer número de teléfono, que era el 125, que seguramente era correlativo de los pocos números que en aquel entonces, en torno a 1950, debía haber en mi propio pueblo.

Lo cierto es que la Calle Nueva envejeció llamándose así; incluso cuando estuvo empichada y subían y bajaban (dando marcha atrás: era una calle sin salida) coches como si todo el mundo tuviera automóvil, motocicleta, moto u otros sucedáneos. Un día unos forasteros de Garachico que en seguida se hicieron amigos de todo el mundo pusieron un bar que no tuvo nombre hasta que la inventiva popular sacó de una pequeña anécdota un nombre que allí está, en una placa, en letras mayúsculas: Calle Malteveo.

“Mal te veo” le dijeron al dueño del bar una vez que le pidieron un vaso de vino fiado. El más avispado del lugar le dijo: “Mal te veo si fías”. Y esa ocurrencia fue rodando, para beneficio del tendero y para gloria de los dichos populares hasta convertirse en el nombre ya permanente de aquella calle que una vez fue Nueva.

Pues ahí nací, y en seguida que tuve constancia de las circunstancias de la vida y de la necesidad de fijarme en el aire para ser medianamente feliz descubrí el sitio donde mejor daba la vuelta el aire, como reza el famoso libro del que parte Los gozos y las sombras de don Gonzalo Torrente Ballester. Ese sitio de mi adolescencia sigue llamándose, por San Telmo, en el Puerto de la Cruz, la Punta del Viento. Por allí han pasado todos los hallazgos, incluidos los trastornos turísticos de mi pueblo, los bares, los restaurantes, las ventas de calados, las novias que me abandonaron, las salas de fiestas en las que me enamoré algunas noches de las que yo no me olvidé, y allí sigue, mirando al mar bravío, la Punta del Viento dándole aire al que es para mi el sitio más inolvidable de todos los que hay en un pueblo al que tanto amor le debo.

La chica venezolana me miró aun con la mirada interrogante, y quiso saber de otros lugares, que entonces no tuve tiempo de enumerarle. Tendría que haberle hablado de la subida a ver las sabinas, en El Hierro, que es tan empinada como merece un lugar como aquel misterioso páramo en el que unos árboles locos pugnan por parecerse al viento. Sin duda, debía haberle hablado también de los distintos aires de Gran Canaria, empezando por el de Tafira, que es a mi juicio el más salutífero de las islas, como si una mano limpia lo refrescara todos los días para reclamar que la humanidad vaya allí a respirar si está cansada.

Otros aires de esa isla bendecida por la playa de Las Canteras de Padorno son, para mi, los vendavales suaves de Maspalomas y los aires de Ayataca, donde Juan Hidalgo guardaba el silencio (y el aire) en frascos transparentes. No me puedo olvidar de la primera vez que pisé La Gomera, pues entonces la calle por la que entré sólo tenía polvacera, hasta que la pisé y me di cuenta de que esa especie de gofio de suelo se convirtió, bajo mis pies, en una especie de saludo de aire de una tierra que es, además, un lagarto gigante, con mucho lomo.

En Lobos vi el aire bajo el mar, esa playa que baja y sube como si la regenerara una gran bocanada de aire, un suspiro de gigante que vive bajo la superficie cambiante de un mar que se parece a todos los mares, y a los océanos, aunque este marecillo sea chico como la isla más chica de todas. Tantos lugares de aire transitado. Como en El Médano que tanto quiero, en La Graciosa he vivido el aire por encima de las olas que no cesan, por cada lugar que camines hay olas hablando, una isla callada y a la vez gritona, pues las olas y las orillas están siempre dialogando con esa marabunta de sonidos de la nueva isla vieja. Por La Palma vienen aires imperiosos, tranquilos por San Andrés y Sauces, pero en donde verdaderamente da la vuelta el aire es una vuelta final de Santa Cruz de la Palma, donde hay como una desolación de la primavera despidiéndose para dar entrada a las restantes estaciones, todas a la vez, atropelladas.

¿Y Lanzarote? Es el único de todos los sitios que amo en el que el aire tiene nombre de persona, y éste es César Manrique, el aire, la ventolera de César corriendo como una cabra loca, eso decía él, por la playa de Famara, donde están algunos de los mejores aires del archipiélago que él ayudó a dibujar como aire y arena y cielo y mar, y lo hizo con la ilusión de un orfebre que recibía órdenes del ser superior que es el viento.

A nadie la parecerá raro que el final de esta colección de aires se lo dedique a Fuerteventura, la isla de todos los aires, donde da la vuelta el aire a poco que pongas un pie en la calle. Y de todos los sitios, Cofete, yendo a Puertito de la Cruz, donde la cazuela de pescado se mezcla con el aire del mar, como si éste entrara sin fin en el plato. El aire de Fuerteventura tendría que ser patrimonio mundial de la salud, como, y perdónenme que sea tan casero, la Punta del Viento por donde empezó esta historia de los aires que me pidió Oma, la muchacha venezolana.

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