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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

Como siempre

Hace muchos años conocí una historia triste. Una historia sobre una joven pobre, como se era pobre en aquellos tiempos, que tuvo la desgracia de cruzarse en su vida con varios hombres poderosos que, para divertirse, la raptaron, violaron, maltrataron y dejaron desnuda, abandonada a su suerte en el monte.

Aunque la noticia corrió por todas las esquinas de la capital, entonces pequeña, nadie se atrevió a contarla en voz alta. Los periódicos no le dedicaron ni una mísera gacetilla. Los violadores volvieron a sus vidas y sus empresas; la joven corrió peor suerte: sus padres, lejos de socorrerla, la echaron de casa. Y, repudiada y marcada de por vida, no tuvo otro remedio que prostituirse para no morir de hambre.

Sucedió en mi ciudad natal en los años 40 del siglo pasado. Y, por desgracia, no fue un episodio aislado. En esa época, en este lugar, los hombres, especialmente si eran poderosos, cogían, a su antojo, lo que querían, ya fueran coches, casas o mujeres. Todo valía lo mismo para ellos. O sea, nada. La sociedad los siguió tratando como a ciudadanos respetables. La mujer que me relató el suceso guardaba en su memoria cada detalle porque la joven agredida era vecina suya y porque, cuando nadie se acercaba a la muchacha, ni la miraba, siquiera, por miedo a contagiarse de deshonor, ella tuvo la valentía de abrazarla en público, de llevarle comida y de darle consuelo.

Y todo siguió como siempre.

En 2016 supe de Farkhunda, una chica que fue destrozada viva, apaleada y quemada frente a las cámaras de los móviles de sus agresores, bajo la falsa acusación de haber prendido fuego a un Corán. La realidad es que Farkhunda, que estudiaba el Islam y quería ser teóloga, se atrevió a reprender a los mulás de la mezquita a la que acudía por vender amuletos a las mujeres que querían quedarse embarazadas. Como castigo, fue señalada y sufrió la muerte terrible que ya he descrito. Ya sin vida, la pisaron, saltaron sobre su cuerpo, la atropellaron. Lejos de repararse la ignominia, su familia fue marcada y tuvo que abandonar el país.

Varios días después la declararon inocente. Y salieron a la calle grupos de mujeres a protestar. Y varias de ellas cargaron su féretro, a pesar de que tenían prohibido participar en entierros. Y la comunidad internacional presionó. Y se hizo un paripé de juicio y se condenó a unos pocos y se absolvió a muchos.

Y todo siguió como siempre.

Estos últimos días he visto la cara arrebolada de una joven que, tras participar en una manifestación contra los talibanes por las calles de Kabul, acorralada, junto a otras mujeres, en lo que parecía ser un aparcamiento subterráneo, seguía grabando, contándole al mundo que sí, que corría peligro, pero que iba a continuar protestando porque, sabiendo que tarde o temprano irían a por ella, prefería luchar. Miré muy fijamente la cara de esa mujer. Los ojos brillantes, las mejillas rojas, de agitación, de indignación. Había en ella miedo, seguro. Y rabia, mucha. Pero, por encima de todo, por encima del horror, lo que encendía esa cara era la determinación. Unos pocos días después marchaban otros grupos de mujeres por las calles de la ciudad, cubiertas con el burka, en apoyo a los talibanes, los mismos que dicen que les han permitido, como máxima expresión de magnanimidad y condescendencia, seguir estudiando, aunque segregadas de los hombres. Los mismos que las quieren invisibles. Tanto, que no sabemos si son ellas en realidad quienes han marchado, que lo mismo podrían ser sus maridos o sus hermanos. O una legión de fantasmas, de entes extracorpóreos de los que no queda ya más que la negrura de sus ropajes, a fuerza de represión y terror psicológico y físico.

Y todo seguirá como siempre.

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