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Matías Vallés

Al Azar

Matías Vallés

El confinamiento eléctrico

Aun ciudadano de andar por casa, el dilema entre quedarse sin ministerio de Defensa o sin luz no le merece ni un átomo de reflexión, puede fundirse todo el blindaje de los ejércitos siempre que la bombilla siga encendida. De ahí que sorprenda la parálisis, ante la factura desbocada, de un Gobierno electrizante por tantos conceptos. El saqueo de la plebe con cargas anejas a la vivienda se organizó en cuanto los ciudadanos se desengancharon del yugo esclavista de las hipotecas. No fue accidental que los constructores asaltaran las eléctricas en masa, para desviar al megawatio los beneficios extraídos hasta entonces del megaladrillo.

La solución ante una plaga pública es evidente, la intervención pública. El Gobierno decretó el confinamiento, por cierto ilegal, de medio centenar de millones de españoles sin ningún trauma. Unos meses más tarde, se siente incapaz de ordenar un toque de queda de efectos limitados a las eléctricas. Aparte de la sospechosa desigualdad de trato, la unilateralidad de las medidas restrictivas se volverá contra el ejecutivo. En la gran batalla de lobistas contra ciudadanos, vence el bando más poderoso. Sánchez le levanta 1.800 millones aeroportuarios a toda Cataluña en un suspiro, y a continuación le tiembla el pulso para poner firmes a media docena de ejecutivos energéticos. Habituado a adoptar decisiones de emergencia, debería recordar que llegó a La Moncloa contra quienes quieren condenar al país a vivir a media luz. Su entrevista de anoche en RTVE solo demuestra que es consciente del problema, sin acertar con una solución tajante.

No ayuda la presidenta de la patronal eléctrica, al anunciar con una amplia sonrisa que los precios seguirán subiendo hasta entrado 2022. En los estertores de Nixon, adquirió notoriedad una foto risueña del presidente con la leyenda «¿Por qué se ríe este hombre?». Los facturadores olvidan que sus carcajadas se escuchan incluso a oscuras.

Hace apenas quince días que las tropas de Estados Unidos abandonaron Afganistán. Desde entonces, las informaciones explicando cómo evoluciona la implantación del régimen de los talibanes cada vez nos llegan con menos frecuencia, porque la actualidad ha puesto el foco de atención en otros temas y otros puntos del planeta.

Seguramente al nuevo régimen de los extremistas islámicos ya le va bien que Occidente dé la espalda a ese país, porque así tendrán las manos libres para hacer y deshacer como más les convenga. La única manera que tenemos de estar informados es gracias a los periodistas que trabajan sobre el terreno, en muchos casos jugándose la vida. Los corresponsales de guerra son incómodos para el poder y los ejércitos, porque su trabajo es el testimonio de las atrocidades que se perpetran en el campo de batalla.

En la historia del periodismo hay cierto debate para decidir quién fue el pionero de esta especialidad informativa. El tópico dice que durante la antigüedad personajes como Tucídides, explicando la Guerra del Peloponeso del 424 aC, o Julio César, con sus comentarios sobre las campañas en la Galia el 55 aC, serían algunos de los precedentes de este trabajo, pero salta a la vista que no es lo mismo. Tucídides escribió sobre aquel conflicto cuando ya hacía tiempo que se había producido y César era parte implicada y se dedicaba a narrar sus victorias.

En realidad, no se puede hablar de corresponsales de guerra hasta que surgió la prensa moderna en el Reino Unido, donde a finales del siglo XVIII los periódicos fueron ganando importancia. Fue entonces cuando aparecieron los primeros casos de periodistas enviados a los conflictos para informar desde donde pasaban las cosas.

Parece que el pionero habría sido John Bell, propietario de The oracle and public advertiser. Cuando en 1794 los británicos entraron en guerra contra los revolucionarios franceses, se desplazó a los Países Bajos para crear una red de corresponsales locales y paralelamente comenzó a escribir sus propias crónicas desde el frente. El problema fue que como sus informaciones no gustaban a los mandos de su país, lo acusaron de conspirar a favor del enemigo y lo tildaron de espía de Robespierre. Algo parecido le pasó a Charles Lewis Gruneisen cuando el London Morning Post lo envió a España para cubrir la Primera Guerra Carlista en 1833. La cabecera, de ideología tory, simpatizaba con los posicionamientos tradicionalistas y conservadores de los partidarios del pretendiente Carlos, que quería usurpar el trono a Isabel II. La idea era que Gruneisen informara de cómo avanzaban las campañas militares, pero al hacerlo terminó ofreciendo un crudo retrato de la primera de las tres guerras civiles que viviría España durante el siglo XIX.

Este periodista habría continuado olvidado de no ser por el historiador Alfonso Bullón, que lo descubrió durante la realización de su tesis doctoral dedicada al carlismo. Gruneisen, impactado por la violencia del conflicto, llegó a interceder por unos prisioneros isabelinos que estaban a punto de ser fusilados. Su comportamiento despertó las sospechas de los carlistas, que le acusaron de espionaje y estuvieron a punto de ejecutarle. Finalmente, sin embargo, salvó la vida y, incluso, fue condecorado por el pretendiente Carlos. En 2017, Gruneisen fue protagonista de un documental sobre corresponsales de guerra de antes y ahora.

Hasta su reivindicación, tradicionalmente se consideraba que el primer periodista que había cubierto un conflicto había sido William Howard Russell, enviado a la Guerra de Crimea de 1853 por el diario The Times. Seguramente la trascendencia del conflicto, que además estaba protagonizado por británicos, y porque las crónicas fueron ilustradas con imágenes de los lugares de los hechos, hizo que durante muchos años encabezara la lista. Es posible que futuras investigaciones descubran otros periodistas que arriesgaron la vida para poder informar a sus lectores en guerras de antaño. Gracias a ellos y a sus sucesores podemos saber qué pasa en el mundo y ser más conscientes de las atrocidades de los ejércitos. No es extraño que incomoden tanto al poder.

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