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Alberto Lemus

Otros ciento doce muertos

Ciento doce personas perdieron la vida en Canarias en agosto de 2021 a consecuencia del Covid-19, lo que equivale a decir que prácticamente tres familias de las islas tuvieron que despedirse cada día de un ser querido por complicaciones derivadas de una enfermedad con la que ya hoy convivimos de una u otra manera. Cien más que en el mismo mes del año pasado. Qué lejos queda aquel 13 de marzo de 2020, cuando el mismísimo presidente comparecía para anunciar el primer fallecimiento, y aquellas épocas en que hasta mirar contagiaba. Y mataba.

La muerte tenía entonces nombre y apellidos. Las víctimas dejaban atrás hijos, padres, nietos, amigos, y millones de personas preguntándose cómo se contagiaron, qué pudo llevarlos a tan fatal desenlace, y quién sería el siguiente en engrosar un listado que llegó a los mil decesos diarios. Cuando se anunciaba un nuevo fallecimiento, cada uno sufríamos la pérdida como si fuera nuestra. Pero un día dejamos de hacerlo, y hoy puede decirse que esa masa heterogénea llamada “sociedad” es casi insensible hacia esas 112 familias canarias y las que vendrán.

Aunque mueran jóvenes sin patologías previas, para muchos es una enfermedad vulgar, salvo que seas muy mayor o estés en alguno de los llamados grupos de riesgo. Desde que empezó el progresivo desconfinamiento, parece que la única preocupación es encontrar la forma de burlar cuatro medidas simplonas tomadas para protegernos, saber si podremos salir el fin de semana, con cuántas personas y hasta qué hora. Realmente parece que, si no nos afecta a nosotros, supuestamente jóvenes y sin patologías previas, la muerte carece de relevancia.

Ya no nos produce el mismo impacto saber que 4,6 millones de personas han fallecido por esta enfermedad en todo el mundo, puesto que somos víctimas del llamado “adormecimiento psíquico”, término acuñado hace más de setenta años por el psiquiatra estadounidense Robert J. Lifton, para referirse a una falta de sentimiento asociado con la información. Cuanta más gente muere, mucho menos nos importa. De tanto abrir los informativos con el recuento de cadáveres, 112 fallecidos en un mes acaban pareciendo una chorrada, básicamente porque la audiencia ha terminado por ser insensible y convive con el mal mientras no le toque de lleno, mucho más cuando la siguiente noticia es el nuevo fichaje de un equipo de fútbol. El dolor ajeno es en un bien de consumo más y nos lo bebemos con la misma velocidad con que apuramos el café mañanero. ¿Cuánto tiempo ha dedicado hoy a pensar en Afganistán?

Se hace un esfuerzo ímprobo para evaluar y comunicar el alcance de las pérdidas, con la finalidad de que las personas obren de forma responsable, pero la situación es la inversa: Los números grandes no transmiten sentimientos. Eso sí, respondemos con contundencia ante el desahuciado, auxiliamos al vecino en situación de pobreza extrema y nos movilizamos para buscar a un perro abandonado, pero somos incapaces de variar pautas de conducta ante necesidades globales más que presentes como el cambio climático o el propio coronavirus.

En el lado opuesto, Dinamarca es el primer país que ha levantado las restricciones tomadas frente al coronavirus ante el alto porcentaje de vacunados. Allí, los locales de ocio nocturno han reabierto sus puertas y vuelven los grandes eventos deportivos. Madrid, la tabernaria, la punta de lanza del aperturismo en España, ya ha anunciado medidas similares, y restaurantes, bares de copas y discotecas podrán disfrutar desde el día 20 de una situación parecida a los meses previos a la pandemia. Por estos lares ya se habla sin tapujos del carnaval 2022. Lo único claro es que la compasión tiene fecha de caducidad.

Celebremos, pues, que esto no es más que es una gripe. Como decía la canción de Mecano, “otro muerto qué más da, si está muerto que lo entierren y ya está”.

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