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Francisco Pomares

Cuarenta y una veces en consulta

Hasta cuarenta y una veces acudió Juan Carlos al Centro de Salud de Adeje en busca de un diagnóstico que nadie supo hacerle hasta que fue demasiado tarde. En los 106 días de su desesperado periplo, fue atendido por más de una quincena de médicos distintos. Todos le medicaron, pero ninguno fue capaz de detectarle el cáncer que lo mató.

Su historia no es muy distinta a la de cientos de personas que se amontonan diariamente en los centros del Servicio Canario de Salud, intentando encontrar respuestas a un malestar o una dolencia persistente. Podría decirse que lo que le ocurrió a Juan Carlos –los diez kilos que perdió durante tres meses de visitas infructuosas- es responsabilidad única de los galenos que lo atendieron. Yo no lo creo. La medicina no es una ciencia exacta: un médico puede cometer un error en un diagnóstico, puede equivocarse varias veces incluso, porque cada paciente es un mundo, y no existen metodologías infalibles. Pero es estadísticamente improbable que un paciente sometido a análisis durante una evolución maligna, revisado cada dos o tres días de media por hasta 16 facultativos diferentes, tenga la pésima suerte de no tropezar ni con un médico competente. Ese no puede ser el problema que acabó con la vida de Juan Carlos, por más que el peritaje realizado para atender a la demanda presentada por la pareja de Juan Carlos tras su muerte, se refiera a ‘malas prácticas’ médicas. Sin duda, algo falló estrepitosamente con este pobre hombre, pero es difícil creer que todos los médicos lo hicieran mal. Es más sensato pensar que el problema radica en la deshumanización creciente de un sistema que trata a los pacientes como si fueran molestos números a los que despachar cuanto antes, con el único consejo de algún remedio farmacéutico, y en el que la relación personal entre el médico y el paciente se reduce cada vez más a unos minutos de observación, unos escasos minutos en los que buena parte del trabajo del médico es sortear controles burocráticos y rellenar con datos rutinarios una historia clínica en el ordenador. En esas condiciones –atendiendo a decenas de pacientes en un día- es muy difícil que el encuentro con el enfermo se produzca en condiciones razonables. La práctica ambulatoria de la medicina general se ha deshumanizado de tal forma en el sistema de atención sanitaria de nuestro país, que sólo la entrega y dedicación de parte de los médicos salva una situación cada día más deteriorada, con pacientes amontonados o a la espera de ser atendidos en un sistema esclerotizado, a veces más pendiente de su propia preservación que de los enfermos, y en el que los pacientes no cuentan lo que debieran contar.

Juan Carlos fue finalmente diagnosticado de un “edenocarcinoma pobremente diferenciado e infiltrante” y pocos días después fue derivado a oncología, donde se le describió un cuadro ya completamente irreversible que acabó con su vida en poco más de un mes. Eso ocurrió en 2013. Su mujer decidió demandar al Servicio Canario de Salud, exigiendo una indemnización y daños morales. Ocho años después de la muerte de Juan Carlos, su abogado, Juan Luis García Arbelo, ha conseguido que el juez acepte parcialmente su petición y condene a la Administración a abonarle la indemnización de 30.000 euros, que no los daños morales reclamados. La sentencia no es firme, puede ser recurrida por el Servicio Canario de Salud ante el TSJC, retrasando algún tiempo más el calvario vicario de los deudos de un hombre que no tuvo siquiera el derecho a recibir ayuda contra el dolor hasta pocos días antes de morir.

Cuando hablamos de los éxitos de nuestra Sanidad, de un sistema que se ha esforzado hasta el límite en esta pandemia, del trabajo sacrificado de miles de facultativos y sanitarios, conviene no olvidar los dramas terribles que con demasiada frecuencia se cuelan por las rendijas del sistema.

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