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Humberto Hernández

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Humberto Hernández

El topónimo Fonsalía: de las salinas al puerto

En días pasados volví a mi entrañable municipio sureño, disfruté una vez más de uno de los atardeceres más bellos que es posible contemplar y paseé por la amplia avenida de la costa recordando los lugares que frecuentaba en los largos y felices estíos de mi infancia y mi adolescencia. Recordé los nombres de lugares, la rica toponimia que nos permitía identificar todos los rincones de la zona, muchos desaparecidos, como el muy sonoro Guanajona, al ser fagocitado el lugar por la descontrolada expansión del imparable desarrollo. Otros, como Fonsalía, no solo ha sobrevivido sino que, con fuerza inusitada, se ha revitalizado hasta el punto de ser uno de los topónimos de Canarias con mayor presencia en los medios de comunicación y en el ámbito de la política. El nombre de Fonsalía es el centro de numerosos titulares de prensa al ser objeto de controversias el proyecto de construcción de un gran puerto, necesario, según el criterio de unos, y absolutamente prescindible para otros, pues no responde a una acuciante necesidad y porque, además, perjudicaría seriamente la enorme riqueza biológica de los fondos marinos de la zona.

Del topónimo Fonsalía nos dice don Leoncio Afonso, en un breve artículo de la Gran Enciclopedia Canaria (Tomo VI, 1994), que es un «Caserío del municipio de Guía de Isora, situado en la costa, al norte de Playa de San Juan. La playa y el morro existente en las cercanías del caserío reciben la misma denominación. Aparece por primera vez en el censo de 1991con 144 habitantes que en realidad corresponden a la zona de expansión de Playa de San Juan. En la actualidad se propone construir en Fonsalía un nuevo puerto comercial que sustituya al de Los Cristianos, para atender las comunicaciones con La Gomera y La Palma».

Aunque la información de don Leoncio hay que contextualizarla casi treinta años atrás, es muy probable que algunos datos más hubiéramos podido aportar quienes conocimos muy de cerca aquel añorado malpaís de nuestras infantiles aventuras, pues lo asociaríamos, antes que nada, al de unas salinas artesanales en que destacaban los montículos de blanca sal que se acumulaban en unos tajos o parcelas de evaporación, que contrastaban con el oscuro gris, casi negro, del lávico terreno. Más tarde, cuando las salinas fueron abandonadas ante los proyectos urbanísticos que ya se vislumbraban, los depósitos de escasa altura en los que el agua salada conseguía la temperatura adecuada antes de ser conducida a las parcelas de evaporación constituyeron un magnífico espacio para nuestro esparcimiento y para la celebración los partidos de fútbol que sin árbitros ni entrenadores organizábamos los propios contendientes de las juveniles competiciones.

No sé si por entonces habría muchas personas, fuera de los límites del municipio, que tuvieran conocimiento de la existencia del topónimo y de su referente. Y siempre me pareció paradójico el desconocimiento y el olvido de aquel sediento Sur de cuyos volcánicos parajes partió la legendaria comitiva del Mencey y su hijo Jonay, en dirección a la vecina isla de La Gomera, donde conocería a la princesa guanche Gara, entre quienes se establecería una relación que daría lugar a la trágica y conocida leyenda canaria de estos dos enamorados. También fue esta apacible costa isorana el lugar a donde, en su barquita de pesca, arribaba Chano para encontrarse con Cayaya, la pastora de Guía, cuyos amoríos, con la erupción del Chinyero como fondo, tan bien nos relata Félix Casanova de Ayala en El collar de caracoles (1981).

Más rasgos de verosimilitud y hasta visos de un cierto realismo encontramos en la descripción de estos parajes, de costa y de medianías, en la novela Dos mundos y un volcán (1952), de Luis Gálvez Monreal, en la que el elemento amoroso vuelve a estar presente, como lo había estado en las demás referencias literarias que hemos citado.

En la novela de Luis Gálvez se literaturiza de forma inequívoca la geografía, física y humana, de la zona, y, así, desde el vaporcito que traslada a Fernando, protagonista de la narración, hasta la costa de Isora se veían «En primer término, unas casitas de pescadores [sin duda, Playa de San Juan]. Más lejos, una factoría y, al fondo, subiendo en grandes escalones, montañas negruzcas, sin un árbol, con el verde sucio de las chumberas y de los cactos, agrietadas por barrancos resecos, silenciosos y agrestes. Algún caserío diseminado, y, en la altura, recortando su nieve sobre el cielo, el pico del Teide».

Desde otra perspectiva, ahora desde Guía, se describe la zona costera: «Por la izquierda, la costa era baja y se perdía zigzagueante el límite de la orilla, hacia la punta de la Rasca, bordeado de espumas inquietas. Enfrente, con maravillosa claridad, se divisiban unos pueblecitos de La Gomera ―Hermigua y Agulo― sobre altos acantilados. Detrás, con tonos más grisáceos y menos claros en la distancia, El Hierro. Y más lejos, el horizonte curvo y lejano, algo borroso, limitando la panzuda y tersa inmensidad azul».

Otro de los personajes, también foráneo, prendido ya por la belleza del paisaje, a pesar de su aspereza y sequedad, sugiere al visitante: «Mire allá abajo ―y señalaba una zona en la costa donde brillaban los embalses de aguas salinas―, por allí, por las salinas de Fonsalía».

Y aparece por primera vez el topónimo Fonsalía, que había despertado mi curiosidad filológica. Sin mayores averiguaciones aventuré que su origen podría estar en el castellano Fuensalida (por monoptongación del diptongo -ue- y caída de la -d- intervocálica) y no de una supuesta etimología guanche, como defienden algunos estudiosos (Vid. Los guanchismos, Diccionario de toponimia de Canarias, de Maximiano Trapero). Fuensalida se asociaría con el significado de fuente, manantial del que brota agua abundante, en este caso salobre o salada, que podría constituir el origen de estas y otras salinas artesanales del Archipiélago, pues se evitaba así el bombeo mecánico del agua del mar; similar razonamiento cabría para justificar la denominación de las Salinas de Fuencaliente.

No era el objeto de este artículo expresar mi opinión sobre la construcción del proyectado y controvertido puerto, aunque trataré de aportar mi modesta reflexión simplificando al máximo la cuestión, sin referencias a la sostenibilidad, ni al ecologismo, ni al desarrollo económico ni a la creación de empleo, pues creo que la solución que se adopte habrá de hacer compatibles estas condiciones: todos deseamos el mayor desarrollo económico y social sin perjudicar a terceros ni atentar a nuestro más preciado patrimonio natural. Soy consciente de que, como suele decirse hoy, la cuestión «tiene muchas aristas», sin embargo hay preguntas elementales que no admiten respuestas matizables: ¿se justificaría descongestionar un núcleo poblacional para congestionar otro?; ¿valdría la pena arriesgar la rica reserva natural del entorno por una mejora de las comunicaciones interinsulares? Tal vez sí o tal vez no, y una u otra habrá de ser la respuesta razonada de técnicos y científicos que procedieran con objetividad y rigor fuera de las presiones interesadas de sectores de la política o de la economía.

Sin ánimo de introducir más elementos que compliquen el panorama, ¿no podríamos pensar en una tercera posibilidad para aprovechar la estratégica situación de Fonsalía con inversiones que contribuyeran mejor al desarrollo y al progreso de la zona?: ¿por qué no un centro de investigación y de formación marítimo-pesquera, una facultad universitaria, incluso, y unas instalaciones modernas y adecuadas para el avistamiento seguro de cetáceos cuya presencia en nuestras aguas debemos preservar? No deberíamos olvidar que esta zona del suroeste, la más alejada y aislada del centro capitalino, dejada de la mano de Dios durante tanto tiempo, no fue atendida como hubiera sido deseable desde la perspectiva de la cultura y de la educación: algunas escuelas unitarias, una academia con enseñanza dependiente de otros institutos (los centros de enseñanza libre adoptada) obligaban a las familias a optar por costosos internados o pensiones para que sus hijos pudieran superar con muchas dificultades los estudios preuniversitarios y el acceso a la Universidad, y no fuimos muchos los que tuvimos la oportunidad de conseguirlo. Hoy, por fortuna, las circunstancias han cambiado y una política municipal bien orientada decidió atender lo hasta ahora desatendido; se cuenta ya con excelentes instalaciones: auditorio, biblioteca, centros culturales y salones sociales en todos los barrios, a los que es necesario darles vida (o más vida) para contribuir con la mayor riqueza ―la cultura― al bienestar y la felicidad de nuestra ciudadanía.

Y terminaré, para complementar la idea anterior, resumiendo un diálogo que se establece entre dos personajes de la novela de Luis Gálvez que puede ser motivo de reflexión para este asunto que ha surgido a raíz de una preocupación filológica; valga el pretexto si su lectura pudiera ser provechosa.

Don Pancho es el dueño del modesto hotel de Guía de Isora en que se hospeda Fernando, personaje central de la novela, quien en representación de una empresa peninsular viene a explorar las posibilidades para algún tipo de negocios. Don Pancho, que se jacta de ser experto en inversiones, ve como única posibilidad de obtener grandes beneficios la explotación de las galerías de agua: «Saque usted agua, como sea, y se hará rico […]. Para negocios, América. Aquí no hay nada que hacer». «Hombre, no creo», replica Fernando. «Hay que estudiar esto. Pueden venir otros tiempos y mañana ser negocio lo que hoy sería una ruina. Las materias primas pueden cambiar de manos, y los transportes hacerse difíciles. Canarias necesita industrias con vida propia. Tal vez hoy no, pero más adelante…» ¡Cuánta razón le asistía a Fernando!

Además de las interesantes referencias geográficas, la lectura de Dos mundos y un volcán puede aportarnos un mejor conocimiento de nuestro pasado con posible extrapolación al futuro. Tal vez, también valga la pena rescatar del olvido a su autor, Luis Gálvez Monreal, que se propuso adentrarse en lo más recóndito de nuestro paisaje y en lo más profundo de nuestra insular identidad. Y vaya que sí lo consiguió.

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