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Juan Cruz Ruiz

TESTIGO DE CALLE

Juan Cruz Ruiz

«No me vayan a haber dejado solo»

En aquel momento, en la casa solo faltaban los padres; las hermanas lo recibieron en el patio, le dieron café y conversación, y él buscaba con la mirada algunos reflejos de su propia casa, es decir, de su pasado remoto en Masatepe, Nicaragua, donde había nacido hacía algo más de setenta años.

Era quizá el hombre más grande, más alto y más ancho que había entrado en aquella casa que yo mismo nunca había visto tan chica, pues cuando era la de mi infancia me parecía que no se acababa nunca, con su puerta abierta y su espejo roto, sus mármoles falsos y sus helechos. A él lo recibieron como a uno más de los numerosos amigos que fui llevándoles, de cualquier parte, pero nunca antes había ido allí nadie que tuviera detrás el aura de un revolucionario, aunque en mi casa jamás llamó la atención (excepto a mí) que la gente fuera famosa o tuviera historia.

Todos los que venían traían hambre o ganas de conversación, así que eran como todo el mundo, y mi madre, en sus hermosos e inolvidables días, les preparaba, sin preguntar, unos huevos fritos con papas, pelaba plátanos, hacía café con la leche de la vaca que había afuera, o de la cabra que ella ordeñaba como si hiciera música y ella, con sus dedos diestros, dirigiera la orquesta. Los que venían se adaptaban enseguida a esos ritos sencillos, que eran los de la amistad instantánea como el aire del patio.

En el caso de Sergio, que era este amigo que vino cuando aún vivían mis hermanas, ellas sí sabían de lo que era la biografía de un héroe, un revolucionario nicaragüense que ahora, en torno a 2005, o quizá mucho después, quién sabe contar el tiempo cuando es pasado, les venía a visitar junto a este hermano que le servía de guía por la isla, desde el Teide y hacia abajo.

Él entró por aquella puerta siempre abierta inclinándose para no tropezar en ella su cabeza grande de hombre callado y estudioso. “Ven acá”, él preguntaba así, como si tocara a una puerta. Carmela salió limpiándose las manos en su delantal, como hacía la madre, y Candelaria miraba desde atrás de la puerta intermedia, para ver cómo era en persona aquel grandullón del que su hermano, que era yo, les había contado tanto, porque por entonces, aunque no estaba en el Gobierno que fue sandinista sino que era un escritor, solo un escritor, el autor de un extraordinario libro de memorias, Adiós muchachos, en el que se despedía de aquella era revolucionaria de la que él salió siendo vicepresidente de su país, era un hombre, una poderosa sombra en una casa chica.

Cuando pasó ambos dinteles y llegó al patio, Sergio se fijó desde allí en la cocina en la que había una fotografía de mi padre cuidando gallinas, sus gallinas, en una de las fincas que vinieron de sus sueños a la realidad, gracias a mi hermano Paco, que durante toda su vida lo estuvo llevando desde la utopía a la tierra. Sergio se levantó del banco de tachas que había debajo de los helechos, y como si fuera de allí de toda la vida, se acercó a la cocina, se miró en el espejo roto, caminó de nuevo hacia la puerta de la calle, estuvo viendo fotografías de antepasados, y regresó bajo los helechos hasta decirle a Carmela que otra cosa no, pero que un café sí se tomaba a esa hora de la mañana.

Las manos de Sergio parecían más grandes aun en ese patio que forma parte, como la gente que lo habita en la realidad y en mi memoria, de mi familia inolvidable. Allí estuvieron hablando (Carmela siempre fue una orquesta hablando, Candelaria hablaba en silencio, con la curiosidad de sus ojos) hasta que el hermano, yo mismo, dijo que había que partir. Ya en la calle, Sergio me dijo que aquella era como su casa, y también eran como sus hermanas aquellas que lo acogieron como a un forastero que fuera más que bienvenido.

Ellas siempre recordaron a Sergio, como si él mismo, con su presencia, su conversación y sus ojos, hubiera sido un hermano del extranjero, o uno de aquellos tíos o parientes que se fueron y no regresaron jamás ni a la casa, ni al barrio ni a las cartas, esfumados como seres que sólo habían existido en los cuentos fantásticos de nuestra madre.

A partir de entonces, Sergio, en todas sus comunicaciones, por carta, por teléfono, en persona, donde quiera que estuviéramos, me hablaba de esa visita a la casa, y me preguntaba por mis hermanas, hasta que ellas no estuvieron y ya entonces él comprendió la desolación que, en años casi sucesivos, arrancó del patio y de los pasillos y de la vida presencias tan decisivas.

Un día de esos en que aún seguían en la casa aquellas dos presencias que lo recibieron, Sergio me llevó a la suya, la de sus padres y la de sus numerosos hermanos, la que sale en el cuento que más quiero de los suyos, No me vayan a haber dejado solo. Él acababa de publicar uno de sus libros más bellos, Flores oscuras (Alfaguara), donde hay cuentos igual de bellos, o aun más bellos si cabe, pero yo hundí mi memoria de aquella mañana en mi casa, con mis hermanas, y también en la memoria de Sergio contándome su propia casa en Nicaragua, porque lo que él va diciendo ahí, palabra por palabra, aunque se refiere a lugares distintos, a distintos pasillos, a espejos diferentes, a familias de otros mundos, es como lo que siente cualquiera de los hijos o los huérfanos que no solo tenemos la memoria de la casa en la que fuimos habitantes perplejos o felices, sino donde fuimos también reales, animados por la presencia de aquellos que nunca quisimos que se fueran.

En ese relato, No me vayan a haber dejado solo, que se perdió y nunca se reencontró entre los libros que he perdido, y que luego él me dedicó en una edición nueva, hay esta frase de César Vallejo: “Llamo, busco al tanteo en la oscuridad./ No me vayan a haber dejado solo,/ y el único recluso sea yo”. Y a partir de ahí, con la tinta de una emoción que se transmite como si fuera el grito de auxilio de un muchacho, está esa visita que él hace a su casa ya solo con sonámbulos, tras los espejos oscurecidos del tiempo.

Ese cuento es de los grandes tesoros de mi vida, y Sergio es un tesoro, como lo es Tulita, su mujer, de mis historias reales de la amistad que me anima. Ahora, a él y a su mujer, los dictadores que mandan y manchan en su país los quieren sin casa y sin país, sin tierra. Si estas palabras fueran un territorio, lo dejaría ahí puesto, como una alfombra alegre, para que ellos pasaran aquí sus noches y sus días. Nadie los dejará solos, ni los niños.

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