Google me ha traído noticias de un lejano amor de la aún más distante adolescencia. Como que la vida y los buscadores se confabulan, quieren que escriba. Cuando una puerta se cierra, ya saben, se abre una ventana. Aunque sea en Google.

Ahí está. Con menos pelo y con gafas. Con el carisma y esa presbicia que a veces dan los años. No me hagan contar cuánto hace que nos conocimos en una competición de atletismo en el Príncipes de España. Yo acababa de hacer un desastre en fondo y me senté a ver al resto. Se disputaban las carreras de velocidad y ahí estaban, aquellas piernecillas que parecían incapaces de sostener un cuerpo y, sin embargo –quién lo hubiera imaginado–, más que correr, volaban. Así lo conocí: ganando.

En este punto la memoria ya me traiciona. Supongo que coincidiríamos en alguna otra prueba, yo ya perdiendo, pero menos, porque él estaba en el podio, tan guapo. Tampoco puedo recordar –los dos tan bobos–, cómo fue que quedamos. Disfrazados de modernos en la gala juvenil. Mientras los demás andarían bebiendo, bailando o se enrollaban por las esquinas, nosotros… nos mirábamos. Me acompañó hasta mi parada del autobús y por el camino, me dio la mano. Hay que ver lo que es la memoria, ¡cómo recuerdo esa mano! He estirado hilos y más hilos de la madeja de recuerdos, por si quizá, me había besado. Pero no. Qué va. Les juro que lo he intentado.

Ya la siguiente página del álbum de la memoria me salta al interrogatorio de una madre. A falta de algún mérito deportivo que contarle me preguntaba dónde, cómo y cuándo; que con quién había estado. Y si era mediocre como atleta, vaya campeona hablando de él, que por contar hasta conté entre podios y carreras, todos sus apellidos compuestos. Maldito árbol genealógico. Malditos Capuleto y Montesco. Qué va y resulta que mi madre conocía a los suyos y ahí zanjó el interrogatorio con un que me mantuviera lejos de él. «Porque eran ricos». Sin más pistas. Y en este punto, la memoria se me alborota y me salta a aquella vez que me quedé a dormir con una amiga y en el interrogatorio le explicaba emocionada las dimensiones de aquella casa, y todos los cuadros, y la chimenea en el dormitorio y los caballos –¡ay, los caballos!–. Y cómo habíamos ido a montar a la orilla de Port des Torrent y mi felicidad cayó como un tronco seco con un «no quiero que vuelvas a su casa. Has de buscar amigas como tú. No te digo que sean malas personas, pero no has de ir con gente con dinero porque te harán sentir mal». Y ya no volví, ni a la casa, ni a cruzar una playa a caballo.

Y aunque él y yo nos encontramos el domingo siguiente, tal y como habíamos quedado, ya no éramos los mismos del otro domingo. No hubo manos. Apenas nos miramos. Y aunque no recuerdo los motivos oficiales de la derrota junto a una chimenea ahora en Café del Mar, nos despedimos cordialmente como los dos desconocidos que seríamos a partir de entonces. Sin embargo —lo cuento ahora que el amor ha prescrito—, seguí llevando una foto suya escondida en un corazón de plata.

¡Y no es que mi madre tuviera la culpa! Que solo escribo las cosas según me las trae la memoria, frente a este señor con gafas, desordenadas. Y vaya que volví a escuchar el «tiene dinero. No me fío». O es «demasiado bueno para ti». O hasta es «demasiado guapo». Maldita suerte la mía que nunca me envió flores ninguno lo suficientemente pobre, feo y malo para que fuera de su agrado.

Por supuesto, volvimos a encontrarnos. Dos veces. La primera, yo arrastraba a dos niños cansados. Uno tenía un berrinche porque no quería que le limpiara los mocos y el otro, a traición, se quitaba los zapatos. Demasiada realidad junta. Como no recuerdo lo que hablamos, pongamos que dijera, por ejemplo: «Suerte que no acabé contigo». La segunda, mucho después, fue en la plaza del Parque. Yo estaba en una mesa recogiendo firmas para una ILP y al verme, se acercó y firmó. Como no recuerdo lo que hablamos, pongamos que le dijera, por ejemplo, que el mundo podía ser un lugar mejor. Una guapa con aspecto de esposa le esperaba algo más lejos.

Ahí está. Veo que ahora corre medias maratones. Me alegra comprobar que uno de los dos sigue en forma. También veo –lo que son las cosas–, que ambos estudiamos lo mismo. Quizá él no lo hizo con la oposición de sus padres. Ni mientras trabajaba en dos sitios. Ni en clases nocturnas y a distancia. Estudiaría entre algodones. Tal vez no. Porque las victorias las anuncian los diarios, pero las derrotas suelen ser muy íntimas y son muy pocos los que conocen las bombas que nos estallan en las manos. Y hasta me ha dado por pensar que quizá, alguna vez, una ventanita cojonera de Google me lleva a él y va y le suenan mis apellidos humildes, o estas orejas y a saber por qué, hasta recuerda algo de aquella historia de un rato. Y si incluso, por un momento, siente mi mano en su mano… Y si se queda mirando a las nubes de la cabeza y se pregunta si nos besamos… ¡Joder! De ser así, ¿no sería, casi, que ganamos?