Los primeros muebles que tuvieron mis padres se los compraron a Antonio y Rosi. El sofá azul pavo real, con asientos adamascados, que luego tapizamos en pana verde y al que siguió un segundo sillón, bastante menos historiado, de cuero flexible.

El imponente mueble de la sala, llamado así, “mueble de la sala”, sin reparar en si se trataba de un aparador o de un taquillón o de un cristalero.

La mesa isabelina que pesaba un quintal.

Todas esas piezas fueron adquiridas, poco a poco, por mis padres, que sostenían sobre sus hombros la economía de su recién estrenada vivienda y alguna otra sobrevenida, que aceptaban sin quejarse, como la gente generosa que siempre fueron.

En la primera casa que tuve en mi vida, siendo ya un amago de adulta, la cocina se la compré a Antonio y Rosi. Eran unos módulos de un azul eléctrico modernísimo, con tiradores industriales, tan diferentes a los de mi casa familiar, que me tenían enamorada, hasta el punto de que solo sentí dejar ese piso por perderlos de vista. Para entonces, ya habían ampliado mucho aquel primer negocio y, sin embargo, el mismo Antonio vino a supervisar cómo estaba quedando el montaje.

Lo recuerdo recostado en el sillón de mi antigua sala, de aquel apartamento diminuto que estaba prácticamente en el suelo y que fui poniendo en pie gracias a gente como ellos que, desde La Mundial, ayudaban, hacían comunidad y familia, creaban puestos de trabajo y cohesionaban un barrio que ya no es ni sombra de lo que solía ser.

Antonio se fue hace unos años, y bien que lo sentí entonces.

Pero ahora tengo un dolor más grande, una herida que tiene que ver con la piel y las sensibilidades, con un reconocerse en el otro que no se da con frecuencia.

Se murió Rosi y yo no dejo de pensar en si fui capaz de agradecerle todo cuanto me dio: su cariño, su atención, su amistad. Fue mi más ferviente admiradora cuando empecé en la radio. De vuelta a casa, una vez acabado mi programa, me senté muchas veces a su lado, en la oficina de la tienda principal, y ella me desgranaba las entrevistas que, con tanta atención, había escuchado. Me regaló mi primer —y único— disco de Yma Súmac, esa soprano insólita capaz de imitar el trino de los pájaros. Y el celebrado libro que Antonio Pérez Arnay dedicó a María Montez, la reina del technicolor, que me firmó el propio compañero, también tristemente desaparecido, en su presencia. Esa tarde hicimos tertulia los tres y me sentí feliz e importante, capaz de todo.

Rosi me dio muchas cosas pero, por encima de todas ellas, me dio seguridad en mí misma en ese difícil momento que es la primera juventud, donde todo está por construir pero una no sabe por dónde empezar. Me abrió su corazón y su espacio. Y siempre estuvo atenta a mis idas y venidas, incluso en estos años en los que solo nos comunicábamos por las redes sociales.

Por eso, porque yo también me he dejado arrastrar al vórtice de este tornado diario que todo lo engulle, siento no haber estado más presente estos últimos tiempos.

No es excusa, pero mi madre, de quien debí haber aprendido mejor la hospitalidad y la empatía, se comunicaba con Rosi periódicamente y, a mi vuelta a la isla, me daba noticias suyas.

Alguna vez le pregunté desde cuándo conocía nuestra familia a Rosi y Antonio, los de La Mundial. Su respuesta se correspondía con ese sentimiento que tuve entonces, cuando me crucé con ella la primera vez. Y con el que tengo ahora.

“Pues, hija, ¿de qué los vamos a conocer? De toda la vida”.