La revolución devora a sus hijos y a sus sueños, corta cabezas en las plazas de París o fusila contra las tapias del Neva. La revolución es especialista en deglutir a los compañeros de viaje, hacerles una digestión rápida y expulsarlos por el desagüe, directos a las letrinas de la historia… El president Pere Aragonès se presenta a sí mismo como un hombre tranquilo, un nacionalista con seny, capaz de caminar sin despeinarse la delgada línea roja que separa el diálogo de la revolución. Pertenece a una generación seducida hace años por la potencia incontenible de aquél movimiento que los hereus del molt honorable Pujol creían poder cabalgar. Pero los sentimientos son difíciles de cabalgar, son como tigres dispuestos a devorar a los jinetes tibios.

A la postre, después de tres años de haber jugado con urnas de plástico made in China, artificios parlamentarios al filo de lo imposible, algarabía multitudinaria con daños colaterales y expectativas desatadas, Aragonès y los demás han tenido que acudir con las rebajas y presentar su sucedáneo de referéndum para dentro de una década, un quiero y no puedo recibido con un suspiro por el Estado y un bufido tan enorme como artificial por Casado. Diez años…. ¡Cuantas cosas pueden pasar en la política española en diez años!

Es posible que para entonces en Cataluña no haya sólo dos sociedades mitológicas y enfrentadas, la que quiere forzar a los demás a la independencia y la que se opone a ser forzada.

Este mundo avanza a una velocidad tan vertiginosa, que hacer apuestas a casi diez años vista es apostar en el vacío, en una tómbola de la que no se conocen ni donde se consiguen los boletos, ni cuáles son los premios, ni quien los da, ni como se sortean.

Con una apuesta a diez años, el proces deja de ser el centro de la política catalana. Entre los ilusionados y los recelosos se instalan siempre los compradores de saldos: la mesa de diálogo de Sánchez ha demostrado ser más una mesa de timbas, en la que se juega con cartas marcadas.

En la Cataluña de Aragonès se vuelve a la ruptura del consenso en torno al proceso secesionista, surge de nuevo la vieja política de siempre, la del «quítate tú pa’ ponerme yo» y el «quiero ser califa en lugar del califa», enterrada estos últimos tiempos bajo capas y capas de alborozo y fascinación ante un futuro amanecer donde todo iba a ser mejor: más libertad, más democracia, más bienestar, mas aeropuertos (muy buena esta mano de póker monclovita) y más pasta. Más de todo, en fin.

Ahora el futuro ilusorio se ha parado en seco, y los chicos de la Estelada dejan de ser héroes populares, vuelven a ser los comerciales trapisondistas del negocio Pujol y su sagrada familia, y Esquerrra vuelve a ser la Esquerra taimada y curil de los viejos tiempos.

Ahora llega el gran desencanto, mientras los imbéciles de Madrid se frotan las manos. A este president finolis de corte impoluto y gafas de pagafanta de ahora, le queda el consuelo de jugar todavía unos meses a gobernar Cataluña en su versión pinypon y cartón piedra, para ir pasando el rato hasta que el aire se consuma y venga otro gobernante de la misma cuerda a sustituir al que está y hablar del referéndum de dentro de diez años.

Mientras, los más radicales del castillo siguen en lo mismo, intentar venderle de nuevo a los votantes que sigan enfadados un proyecto de independencia para hoy, un estado de miseria albanesa, una pesadilla con forma de butifarra.

Conclusión: Cataluña, nuevamente ante el espejo roto de todos sus sueños.