Me gustan las revistas de literatura y me gustan las revistas de casas, no todas. De hecho ambas guardan cierta relación: un libro es una casa donde habitamos mientras lo estamos leyendo y hay algunos que se convierten en una casa para siempre. En los últimos tiempos las casas en Mallorca no sólo son un campo de acción de la codicia inmobiliaria, sino que aparecen con mucha frecuencia en esas revistas de las que hablo. La isla ha arreglado sus casas -incluso bastantes de las que había abandonado o ni miraba de cara- y menudean aquí y allá y lucen, la mayoría, como nunca lo habían hecho. Con imposturas y manierismos –incluso de lo que podríamos llamar neo-agro–, pero también con elegancia y austeridad –tan nuestras ambas hasta que sonó el cuerno de la abundancia–. La Mallorca de los chaletitos con piscina comunitaria e hileras de neopagodas existe, pero en la imagen pública ha sido desplazada por esta otra más amable. Hay por casa un libro de título cursilón –Las casas románticas de Mallorca– donde aparecen algunas casas de amigos, otras de extranjeros, residentes o no, y alguna más de conocidos. Lo editó Taschen y no sé cómo llegó hasta casa, pero cuando sale, perdido entre otros, lo vuelvo a hojear y visito lugares donde he estado –dormido incluso– y otros a los que nunca fui, pero que están ahí, a la vuelta de la esquina. En este libro aparece una casa reformada por un arquitecto cuyo manejo de los espacios me gusta mucho –me refiero a Toni Esteva–; y aparecen también la casa del poeta Graves –lugar sagrado y aquí hay que descubrirse y no frivolizar–; o La Cartuja de Valldemossa –uno de los paisajes más bellos de la isla entre cuyos muros habita el tiempo de forma palpable–. Hay más y algunas más cercanas personalmente –Binicomprat, por ejemplo, de Joana Oliver, reformada impecablemente por Toni Juncosa–, pero sigo el consejo de Borges cuando hablaba de la Biblia y cito sólo tres y otra de regalo. Pues bien: esta semana volví a encontrar Las casas… sobre una mesa y volví a hojearlo y me detuve en unas páginas donde aparecía un nombre –Michael Baigent– y asociado a él, la palabra escritor. Me gustó la entrada de su casa (una bona entrada fa molt) y después recordé que mi amigo Juan Solivellas, que murió hace diez años, tenía –bastante subrayados– varios de sus libros. A Soli le divertían mucho las teorías conspiranoicas enraizadas en la Historia y Baigent, por lo que recuerdo, era un experto en estos asuntos: manuscritos del Mar Muerto, templarios y otros misterios por el estilo. También él había muerto ya –hace ocho años– y con el mal sabor de una demanda perdida frente al autor de El Código Da Vinci, libro que se había basado en uno de los suyos para la trama, digamos, antigua, que sostenía la trama contemporánea de la novela de Dan Brown, tal como me contó el mismo Solivellas (yo no he leído ni una ni otros). Volví a mirar las fotos de la casa y pensé que tal vez en ella Michael Baigent escribiera el libro en el que Dan Brown entró a saco, por mucho que un juez diera luego la razón a Brown y condenara a pagar costas y no sé si algo más a Baigent en una sentencia precursora de lo que, desgraciadamente, se ha institucionalizado en el mundo: copia, que lo que copies será tuyo. ¿O creen que tanta tesis doctoral plagiada surge de la nada? El espíritu de la época está detrás de todo caradurismo y ni pasa, ni ha de pasar nunca nada. O sí: puede pasar lo que le ocurrió a Baigent, condenado por llevar a tribunales lo que él consideró un atraco a su propiedad intelectual. La cosa va a más en internet y los llamados fakes ayudan mucho. A crearse una fama y a lo que haga falta a costa de los demás. Antes se llamaba picaresca y ahora normalidad. Y tras los libros, los escritores. Hay un periodista –si puede llamársele así– italiano que hace años publicó una larga entrevista con Philip Roth y otra con Naguib Mafouz, el nobel egipcio apuñalado por un integrista musulmán. Ambas entrevistas eran falsas de arriba a abajo. Lo descubrieron, pero le importó un bledo. Luego -lo recuerda Le Nouvel Observateur esta misma semana-–se ha dedicado a publicar como primicia, Twitter también ayuda y mucho al desastre– la muerte de varios escritores. Annie Ernaux y Houllebecq han sido dos de sus víctimas –muertos sin estar muertos– y hace años, el director de cine Costa-Gavras tuvo que desmentir su propia muerte, publicada por este elemento paradigmático de la nueva cultura. En fin. Qué tiempos aquellos en los que venían a Mallorca a escribir los mejores y apenas nadie se enteraba hasta muchos años después. Y eso formaba parte -también por eso venían- de la idiosincrasia de la isla. Formaba.