Hace semanas el Gobierno había anunciado que ayer mismito, lunes posvacacional para la mayoría de los que tienen curro, se aprobaría un decreto ley que le protegería de esas impertinencias judiciales llamadas sentencias, como el escudo de vibranio protege al Capitán América, a la hora de imponer medidas para frenar el covid 19. Sería un decreto ley tan portentoso que nadie, ni un juzgado, ni la Audiencia, ni el Tribunal Superior de Justicia de Canarias podría cuestionarle ni una coma. Por supuesto esto es de una estupidez supina. Ninguna disposición legal –tampoco un decreto ley autonómico– puede vulnerar derechos fundamentales y todo acto del Gobierno –incluidas sus leyes y reglamentos– es recurrible. Y sin embargo el Ejecutivo, y singularmente su presidente –en este equipo los responsables de comunicación son invisibles e inaudibles y Torres los sustituye a todos– se ha dedicado a fomentar la despreciable majadería de una normativa legal que blindaría su real gana pandémica frente a los tribunales de justicia, como si la separación de poderes fuera un moco que en un momento de disimulo pudiera esconder bajo la mesa.

Llegó el lunes, se celebró el Consejo de Gobierno y al finalizar compareció Ángel Víctor Torres muy moreno y relajado – desde el pasado 18 hasta ayer tuvo la agenda limpia de compromisos – para informar de que no se había aprobado el decreto ley. El presidente argumentó que era una norma muy larga y muy importante y por eso se había decidido dejar su aprobación para el jueves. Aún más: Torres dijo que el Consejo de Gobierno volvería a debatir sobre la misma dos o tres veces más y, sorpresa, que pretendía que se convirtiese en un proyecto de ley que se tramitará parlamentariamente hasta su aprobación final. Si se tienen en cuenta los plazos más habituales – y la compleja relevancia del objeto del proyecto legislativo – no se dispondría de ley hasta mediados o finales del mes de octubre, dos meses más tarde de la supuesta aprobación de un decreto ley que resolvería la situación en un plis plas.

Un par de horas antes de la comparecencia de Torres, su correligionaria y ministra de Sanidad, Carolina Darias, mostró en una entrevista radiofónica un razonable escepticismo sobre la solidez, legitimidad y pertinencia de las leyes que han aprobado o intentan aprobar las comunidades autónomas. No es improbable que Torres, que gusta consultarlo todo para no meterse en territorios excesivamente pantanosos, haya tomado buena nota. En parte, sin duda, esa es la explicación de su decisión de recular ayer al mediodía. Casi con toda seguridad la situación pandémica será más positiva dentro de un mes o mes y medio, con una tasa de vacunación superior al 80% de la población y una reducción sustancial de la presión hospitalaria. La decisión de transformar el decreto ley en un proyecto legislativo sometido al debate parlamentario se planteará como un intento de consenso, pero en realidad tratará de corresponsabilizar a la oposición de cualquier revolcón judicial en el Tribunal Superior de Justicia o en el Tribunal Supremo. Como puede deducirse aquí no se trata, en realidad, de articular una normativa operativa en la lucha contra el virus, sino de publicitar que se tiene una normativa operativa en la lucha contra el virus.

El énfasis gubernamental debería centrarse en otras cosas. En impulsar la vacunación entre edades que muestran porcentajes insatisfactorios (entre 20 y 40 años), en que lleguen las ayudas económicas y las subvenciones en los ámbitos empresariales, sociales y asistenciales, en abrir el debate sobre la economía postpandemia y en los grandes proyectos de inversión pública /privada que deben priorizarse, en las reformas de la administraciones públicas que deben emprenderse, en la aceleración para implementar más rápida y eficazmente las energías alternativas, en la defensa del REF y la exigencia del desarrollo estatutario. Menos vacilar y menos vacilón.