Me llama un amigo y colega, generalmente bienhumorado, para trasmitirme su indignación. En alguna red social había encontrado que una señora, al parecer medianamente conocida, se definía como periodista. «Pero si esta tía solo participa en la tertulia de una radio local». Yo me encogí de hombros. ¿Por qué la buena señora no puede llamarse periodista? ¿Se indigna alguien cuando un sujeto cualquiera advierte a los demás que es neurocirujano? Pues no. ¿Por qué indignarse con los periodistas que no lo son y en cambio reírse de los neurocirujanos imaginarios?

Sin duda existe un lugar digno y elevado en el que a los periodistas se los distingue por su talento, su honradez y su inclaudicable amor a la verdad; luego están las redacciones de periódicos, radios y televisiones. Nadie sabe qué es un periodista y todavía resulta más difícil averiguar lo que hace la mayoría de los redactores de un periódico y qué esotéricas relaciones guarda ese quehacer con el oficio periodístico, tan apasionante. En uno de los que trabajé hace demasiados años se presentó una tarde un chico moreno y de ojos azules, incipiente bigotillo, perfectamente trajeado y con unos zapatos tan abrillantados que deslumbraban. Tendría tal vez 25 años. Dijo que traía un artículo por si le interesaba al periódico, insinuó su disposición a escribir muchos más. Los jefecillos se lo fueron quitando de encima y del pibe se tuvo que ocupar un pringado, es decir, yo. Le dije que entregaría su texto al director. Asintió comprensivamente, me estrechó la mano y se marchó. A las 48 horas estaba de vuelta y ya se dirigió directamente a mí. Inventé una excusa miserable. «Ejem, piensa que es muy largo y que divagas demasiado en vez de ceñirte al asunto». Asintió de nuevo, rebosante de comprensión, agradecido por la crítica. ¿Podría sentarse unos minutos frente un ordenador para intentar mejorarlo? Lo haría ahí mismo y me entregaría el texto corregido. Intenté toser, pero no me salía. Para triunfar en la vida uno debe saber toser, como debe saber humillar con una empática sonrisa. Milagrosamente había una mesa y un ordenador libres, se las señalé, sus ojos brillaron de emoción. Se quitó la chaqueta, la puso en el respaldo de la silla, se sentó con la rauda elegancia con la que una abeja se posa sobre una flor. Yo me metí en mis faenas y prisas. A las once, cuando abandoné la redacción, seguía ahí, frente a la pantalla parpadeante, tecleando.

Al día siguiente estaba ahí. Y al día siguiente. Y a la siguiente semana. Nadie le preguntaba nada, sin duda a causa de ese compañerismo admirable que transpiran las redacciones. Desde su mesa, el altar donde construía y reconstruía su artículo interminablemente, me saludaba con una gran sonrisa y un gesto con las manos casi papal. Con el tiempo llegó a hablar con algún redactor, a tomar un café en la máquina de la rotativa con algún fotógrafo. En una ocasión me comentó brevemente que estaba pensando en una entrevista con un político local, «en cuanto termine lo que estoy haciendo». Cuando alguien profería un chiste o una anécdota reía discretamente desde su rincón. Así pasaron tres o cuatro meses. Una tarde el director que asomó a la redacción y lo descubrió.

–¿Qué estás haciendo aquí?

El pibe sonrió tímidamente.

–Estoy corrigiendo el artículo, como me ha encargado.

–¿Yo? ¿Pero qué dices? ¿Quién eres y por qué estas sentado ahí?

Fue su último día. Cogió sus tres cosas y se marchó sin mover un músculo ni conceder una explicación. Tiempo después me empeñé en publicar el artículo que había dejado escrito. No sé. ¿Creen ustedes que era un periodista o se engañaba puerilmente? Si no lo era, ¿qué decir de la caterva de analfabetos, ignorantes, lamebotas, gandules, sicarios, egomaníacos y mamones que engalanar este oficio, tan apasionante?