Confiar o no confiar en algo o en alguien es el día y la noche. Tengo una amiga que definió a su marido como un sillón mullido en el que sabía que siempre se sentiría bien. Puede que ella no vaya a ganar el premio al romanticismo, pero sí a saber detectar qué es lo esencial. Hay amigos y familiares que también te hacen sentir así. Sabes que están, que te acompañan y que, de forma consciente, jamás harían algo que pudiera decepcionarte. De entre muchos valores, mi preferido es la confianza. Porque te permite mirar hacia delante con la sensación de que tienes las espaldas cubiertas.

Confiar, o no, en un sistema público justo y equitativo también permite, o no, encarar el futuro con una mínima serenidad. Saber que podremos acceder a recursos sanitarios o educativos, independientemente de nuestra capacidad económica, repercute en la percepción de nuestra propia calidad de vida y la de las personas que nos importan. Estoy más tranquila y confiada si sé que buenos profesionales cuidarán de mí si enfermo. O que mis hijos tienen garantizado el aprendizaje, el acceso a los libros o la posibilidad de cualificarse. En el maravilloso artículo publicado en El País, Habitar un mundo que no hemos imaginado, Siri Hustvedt cuenta que confianza también es abrir un grifo y que salga agua o que se encienda la luz al presionar un interruptor. Algo aparentemente nimio, pero que marca la diferencia entre vivir con comodidad o sentirse desamparado. Somos vulnerables y, ante la duda, recordemos cómo arramblamos con los productos de primera necesidad cuando creímos que la pandemia se llevaría por delante los rollos de papel higiénico.

El no va más de la confianza es tener una Administración Pública que está ahí a las duras y a las maduras, la que prioriza cubrir las necesidades de los más vulnerables. En lo que llevamos de año, en las Islas Baleares han muerto 425 personas esperando recibir las prestaciones de la Ley de Dependencia. A 296 ya se les había reconocido su situación y el resto estaba pendiente de valoración. Según informaba este diario, unas 140 personas mueren diariamente esperando recibir prestaciones o servicios por su condición de dependientes. No es moco de pavo. En estas listas está la señora que vivía en un quinto piso sin ascensor ni familia cercana, el hombre que no podía subsistir con su pensión pírrica que compartía con su hijo alcohólico, la persona con una enfermedad neurodegenerativa que necesitaba rehabilitación y ayudas específicas, la señora que tuvo que dejar de trabajar para cuidar de una madre que había sufrido un ictus hacía varios años, el hombre mayor que hace tiempo que olvidó que tiene nietos a quienes acompañaba a los columpios, la mujer que no puede permitirse cambiar la cocina y comprar un fuego de inducción a pesar de haber sufrido graves percances con la bombona de butano o la familia que no tiene capacidad para pagar el sueldo de un cuidador que les eche una mano con la higiene y acompañamiento de su familiar dependiente. Hay 425 historias de desamparo y desconfianza.

Por cierto, mi amiga y su marido, el del sillón, continúan juntos. Ella lleva varias décadas dejándose caer en una superficie mullida y acogedora. Qué suerte tienen algunas.