El precio de la electricidad en el mercado mayorista vuelve a batir hoy todos sus records: 122,76 euros el megavatio hora, por encima del cinco por ciento de lo que costaba ayer, y nuevamente, en una escalada imparable, el mayor precio de la historia, provocado por el aumento salvaje de los precios del combustible y de los derechos de emisiones de CO2. Ese coste de la energía afecta directamente a más de diez millones y medio de clientes del denominado mercado regulado, pero que nadie espere librarse de pagar más: también los más de 16 millones de usuarios del mercado libre acabarán pagando más por la luz, en cuanto las empresas comercializadoras ajusten sus propios precios a la evolución del mercado mayorista.

La Unión Europea considera que lo que está sucediendo con los precios es inevitable, incluso una buena señal, dado que fuerza la apuesta de las empresas hacia tecnologías de producción de electricidad basadas en renovables o al menos que contribuyan a la neutralidad climática, eufemismo para incorporar a las nucleares en esa apuesta contra el calentamiento. Bruselas defiende especialmente la fórmula de gravar los derechos de emisión de CO2, un formato que tiende a la reducción de emisiones, y que ha pasado de los 33,55 euros por tonelada emitida a principios de enero, a los 54,32 euros a finales de este mes de agosto. Bruselas confía en que la generalización de las renovables como sistema de producción energética reducirá sustancialmente el precio final de la factura para los usuarios. La estrategia de la UE se basa precisamente en la certeza de que la reducción de costes que supone producir sin combustible, más la competencia internacional entre las eléctricas, forzará la reducción de los precios. Pero en España –si eso ocurre– va a tardar más en suceder: primero, porque es poca la electricidad que nos llega desde fuera de nuestras fronteras (en Canarias ninguna, por cierto) y además, las tres grandes eléctricas controlan el 65 por ciento del mercado minorista, actúan como una suerte de monopolio de tres patas (ninguna de las pequeñas tiene más del cinco por ciento), y –por desgracia– ya están acostumbradas a hacer trampas.

En este país creemos que todo el que puede hacerlo juega con cartas marcadas. En el caso de las eléctricas es así: han aprovechado su mercado cautivo para desarrollar un sistema que les permite ganar siempre, tienen el apoyo beligerante de la burocracia comunitaria, tradicionalmente permeada por el lobby energético, y se ocultan fácilmente al control público, entre otras cosas porque hay demasiados políticos jubilados instalados en sus consejos y despachos. Eso les permite comportamientos como el de vaciar embalses para producir electricidad cuando pueden cobrar más por ella, como hizo Iberdrola. A veces les pillan: la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, denunció ayer que varias comercializadoras eléctricas, tras la entrada en vigor de la tarifa por tramos horarios, han llegado a facturar hasta un 30 por ciento más de lo que correspondería. Un asco.

Es sin duda el momento de actuar: el Consejo de Estado resolvió ayer las dudas sobre el anteproyecto de ley para limitar los llamados beneficios caídos del cielo que recibe la generación no emisora de CO2, nucleares e hidráulicas. El Consejo entiende que las modificaciones realizadas al anteproyecto no contradicen el derecho comunitario. Recomienda también no forzar cambios «repentinos» o «inesperados» de la regulación, pero abre la puerta para que el Gobierno intervenga. Es imprescindible controlar las emisiones de CO2, pero sería una vergüenza que al final el gran esfuerzo que tenemos que hacer para combatir el calentamiento, haga aún más ricas a Iberdrola, Endesa y Naturgy.