Gilbert Chesterton, que no era muy de periódicos, dijo en cierta ocasión que el periodismo consiste en informar de la muerte de Lord Jones a gente que no tenía la menor idea de que Lord Jones estuviese vivo. Pero eso ocurría hace más de un siglo; y el oficio de la comunicación ha avanzado mucho desde entonces.

Británico y católico, lo que en si mismo ya es una rareza, Chesterton fue un escritor que incurrió también en el vicio del periodismo; así que sabía muy bien de lo que hablaba. Es de imaginar hasta qué punto se sorprendería hoy si supiese que a nadie le interesa Lord Jones, vivo o muerto.

Ahora son la tele y, subsidiariamente, las redes sociales, quienes nos dan noticia de que la novia del ex de un concursante ha dejado de hablarse con una compañera de tertulia tan desconocida como ella antes de que la pantalla la lanzase a la fama. Pudiera parecer una bobada sin interés, pero lo cierto es que son millones los seguidores de este tipo de naderías.

Hace ya mucho tiempo que la celebridad no se adquiere por escribir un libro o dirigir una película. Menos aún por ser un pintor de renombre o un virtuoso del violonchelo. En realidad, basta con unas cuantas comparecencias en cualquier espacio de la tele, preferiblemente en un reality show, para alcanzar la fama.

Dicen los más exagerados que las redes sociales le están tomando el relevo a los periódicos en esta función de crear famas y descréditos; pero qué va. La televisión, medio más bien antiguo, es la que en realidad manda. Gran factoría de ficción, la tele fabrica personajes, movimientos, tendencias y hasta ideologías.

Del rey abajo, ninguno escapa aquí al poderoso influjo de la abuela electrónica que preside las salas de estar del país. Por si quedasen dudas del poder de este medio, una de sus presentadoras de telediario ascendió hace ya algunos años al más elevado rango de reina de España, Poderosa a la hora de crear personajes de fábula, productos y corrientes de opinión que el pueblo asume rápidamente como propias, la tele demostró con ese lance dinástico -propio de un cuento de hadas- que ni siquiera la Jefatura de los estados queda fuera de su influencia.

Las redes sociales, probablemente sobrevaloradas, se limitan a ejercer un papel subsidiario en esta nueva escena de la información. Puede que los periódicos hayan perdido parte de su vieja influencia directa sobre el lector; pero siguen siendo los papeles -y, sobre todo la tele- los que alimentan con sus noticias el debate en la pajarera de Twitter o en la jaula de grillos de Facebook.

Internet ha democratizado, cierto es, el acceso de las gentes del común a la opinión. Cualquier memo puede hacer un meme y conseguir que se multiplique a golpe de clic y me gusta hasta alcanzar niveles de epidemia viral. La diferencia con el viejo periodismo, al que Chesterton hacía víctima de sus sarcasmos, es que los bulos de ahora circulan por las cañerías de internet sin estar sujetos a comprobación alguna.

Por mera comparación, las noticias que se debaten en las redes a propósito de los personajes alumbrados por la tele hacen de la anécdota de Lord Jones todo un tratado de periodismo. Felizmente para él, Chesterton no llegó a enterarse de estos extraordinarios avances en el mundo de la comunicación. Quizá su broma sobre Lord Jones le parecería ahora una noticia de lo más interesante.