La rapidez de la victoria talibán en Afganistán suscita algunos interrogantes. El primero es que tan solo setenta y dos horas antes de que los talibanes entraran en Kabul el secretario de Estado norteamericano, Toni Blinken, pensara que su caída podría producirse entre treinta a noventa días. ¿Cómo es posible que los americanos no supieran lo que estaba ocurriendo y no tomaran las medidas necesarias para evitar la chapucera evacuación (Biden la llamó «messy») que va a marcar a fuego a la actual administración estadounidense? Porque Biden puede haber heredado el problema pero ha sido el único responsable de la ignominiosa retirada final, que él ha elegido. Es imposible que los servicios de Inteligencia mejor dotados del mundo no vieran lo que estaba pasando y se me ocurre que caben dos posibilidades: o que lo dijeran y no les creyeran, lo cual es grave, o que no lo supieran, que sería aún peor. Cabe una tercera posibilidad, a la que parece apuntar la Casa Blanca para minimizar responsabilidades: que lo dijeran pero sin dar a la información la relevancia necesaria para actuar de inmediato. Bob Menéndez, presidente de la Comisión de Asuntos exteriores del Senado, ha anunciado una investigación al respecto y algo nos dirán.

El segundo interrogante es por qué un ejército de 300.000 efectivos entrenados por los mejores instructores del mundo (entre ellos españoles) y dotados por los americanos de abundante y moderno material militar se desmorona ante el avance de unos guerreros talibanes menos numerosos y peor armados, pese al apoyo que siempre han encontrado en Pakistán y en Arabia Saudita. Porque el ejército afgano no plantó cara al enemigo sino que –salvo excepciones– tiró las armas y salió corriendo dejando el país entero en manos de los talibanes en apenas tres meses. Nadie les ha parado los pies porque ni siquiera lo han intentado. Para que un ejército luche deben darse al menos tres condiciones: primero, la identificación con una causa, un país o un gobierno y los afganos no tienen sentido de país y se sienten más pastunes, hazaras, tayikos, etc. que afganos. Tampoco tenían motivos para identificarse con un presidente que los ha abandonado a las primeras de cambio. Del gobierno mejor no hablar. En segundo lugar, un ejército combate cuando tiene jefes militares a los que admira, que saben lo que quieren y que se ocupan de que sus hombres estén motivados, bien dirigidos, armados y alimentados y eso tampoco ha ocurrido, probablemente porque el dinero desaparecía en el agujero negro de una corrupción endémica. En tercer lugar, los soldados tienen que estar convencidos de la bondad de lo que defienden y creer que para salvarlo necesitan acabar con el enemigo en un juego de suma cero. Estar dispuestos a matar y a morir y convencidos de vencer. A falta de esas condiciones y abandonado por su aliado americano, el ejército afgano no ha encontrado motivos para combatir, ha entregado a los talibanes su arsenal militar y les ha permitido para mayor escarnio entrar en el mismo Kabul sobre los Humvees blindados del ejército de los Estados Unidos.

Queda el asunto muy espinoso de nuestros valores y del negro futuro que espera a las mujeres afganas. Durante los últimos veinte años han podido estudiar y trabajar y ahora tendrán que volver a encerrarse en casa y a salir a la calle con burka. ¿Tenemos una responsabilidad con ellas? Ciertamente que la tenemos y más aún los miembros de la coalición que, como España en Kala-i-Naw, hemos construido escuelas y hospitales al amparo de la Operación Libertad duradera. Se llamó así, no es sarcasmo. Debemos recibir como refugiadas a las que podamos, igual que a quienes nos ayudaron como intérpretes, etc. Pero eso no resolverá el problema y además no debemos olvidar que los responsables de lo que ocurre son los propios afganos que teniendo esposas, hijas y madres no las han defendido como debían frente a la milicia medieval, teocrática y oscurantista que les ha derrotado.

Otra cosa es la relación que decidamos mantener en el futuro con el Emirato Islámico de Afganistán en función de su respeto a una Declaración de Derechos Humanos de la ONU que los talibanes consideran producto de la cultura judeo-cristiana ajena a sus propias tradiciones.