Podría afirmarse que la sentencia del estado de alarma no tuvo intención política. Tal vez fuera así, pero entonces no se entiende por qué existió semejante cantidad de filtraciones de deliberaciones, y hasta de votos particulares, que provocaron un auténtico desgarro irreparable en la credibilidad y seriedad del tribunal. Semejante trifulca puede ser propia de un sainete, pero no de un órgano de prestigio.

Pese a ello, pasados los días y recuperada la serenidad, cabe decir que en cuanto al fondo del caso lo que sucedió es que algunos magistrados se centraron únicamente en determinar si era una suspensión de la libertad de circulación encerrar a cal y canto a los ciudadanos en su casa permitiéndoles salir solo de manera imprescindible y a veces arbitraria –¿recuerdan lo de salir a pasear al perro?–, creando con ello un estado de excepción de facto que superaba los márgenes del estado de alarma, propiciando muchos excesos policiales. Si el Gobierno –y el Parlamento– hubieran establecido toques de queda y hubieran permitido la circulación de personas de manera individual, nadie hubiera podido criticar los límites del estado de alarma. Pero al decretar una especie de arresto domiciliario generalizado, probablemente se superaron esos límites tal y como se concibieron en la época de aprobación de la Constitución, en 1978.

Pero a pesar de ello, ¿se pudo haber salvado la constitucionalidad del estado de alarma, evitando una absurda bofetada al Gobierno? Sin duda, sí. El Tribunal Constitucional no es un censor, sino un órgano que debe respetar la labor del Parlamento siempre que sea posible, porque es la expresión de la voluntad popular, nuestra voluntad. Y resultó que el Parlamento, en 2020 –no en 1978– se pasó meses confirmando el estado de alarma, en un principio incluso con los votos de los que luego, con una simple intencionalidad política, tuvieron la impudicia de recurrirlo. Por tanto, ante semejante reiteración de la voluntad popular libremente expresada, se hacía imprescindible intentar salvar la constitucionalidad del Real Decreto.

Para ello, los magistrados debieron haber hecho un juicio de la proporcionalidad de la medida –así lo sugirió acertadamente la magistrada Balaguer–, evaluando si era necesaria a la vista de los estudios científicos. Puede incluso que hubieran concluido que no, porque la mayoría de países –con mejores cifras que España– no llegaron al extremo del confinamiento estricto. Pero tras ese análisis hubieran declarado la constitucionalidad del confinamiento de esos primeros dos meses justificándola con la incertidumbre científica de aquellos momentos, explicando que en el futuro deben ser menos burdas las posibles restricciones de la circulación por razones epidemiológicas.

Al contrario, el Tribunal Constitucional declaró la inconstitucionalidad parcial del decreto después de reconocer que el confinamiento estricto fue necesario (¿!), pero que en España un encierro semejante solo puede obrarse con un estado de excepción. Y como el estado de excepción no tiene nada que ver con una pandemia, sino más bien con la represión policial para mantener el orden público, se acabó afirmando que en el futuro el estado de excepción será adecuado para luchar contra pandemias. Tal cual.

El futuro avizora nuevas sentencias también políticamente sensibles. Conviene no callar ante la amenaza, sino denunciar la deriva del Tribunal para evitar su seguro naufragio, como hizo el magistrado Xiol. El Tribunal Constitucional seguirá existiendo, porque aunque se fuera a pique con esta sentencia, es muy difícil reformar la Constitución para suprimirlo, lo que, por cierto, es una opción vigente en muchos países absolutamente democráticos. Pero aunque exista, nadie mirará hacia él salvo para intentar cambalaches políticos. Mucho van a tener que esforzarse los magistrados de los años venideros para reflotar la nave.

Por eso esta fue la última sentencia del Tribunal Constitucional que conocíamos. Mucho han de cambiar las cosas para que las que vengan a partir de ahora no parezcan las de un órgano que cree vivir sin saber que murió, como cada vez que, de forma desatinada y reaccionaria, ha decidido fallar en contra de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.