Tantas veces he querido escribir sobre el pudor y tantas otras he dejado a medias la columna, precisamente por exceso de vergüenza.

No llevo a gala ser pudorosa ni tener este tremendísimo sentido del ridículo, que, con demasiada frecuencia, se ha parecido más a un miedo paralizante a no estar a la altura. No es sano, lo sé. Y, con seguridad, me ha hurtado muchas oportunidades en la vida. Pero, del mismo modo, estoy convencida de que no puede ser buena esa sobreexposición desprejuiciada a la que asistimos y que no distingue entre lo frívolo y lo verdaderamente importante, entre lo real y lo fabricado.

Estos días estamos viendo cómo se ponen exactamente al mismo nivel los incendios, la tragedia afgana y el enésimo escándalo tuitero del artista dizque agitador de turno.

Abrimos cualquier red social y se despliega ante nosotros, en el mismo plano, sin solución de continuidad ni mampara que separe lo cool de lo terrorífico, el vídeo de una mujer linchada por la turba, las uñas imposibles de esa cantante que usted sabe, la desgracia de los bacha bazi, el abandono de la ciudadanía por parte de Estados Unidos y sus aliados, la artista tutelada por su padre y la pobreza energética. Y lo que surja mientras se escriben estas letras.

Se mezclan, así, obscenamente, asuntos que merecen ser tratados y analizados con calma y entendimiento, por separado y con juicio. En lugar de eso, en todos y cada uno de los comentarios que acompañan las imágenes, se embarullan la política con la intoxicación, las medias verdades, el «y tú más» y los memes –siempre los memes– que tanto alivio dan y tanta gravedad quitan a lo que es grave.

Pasa uno de un influencer a otro, de una historia a otra, y resulta que es el signo de los tiempos compartir un llamamiento a la defensa de la mujer oprimida y en el segundo siguiente a un rapero-trapero-loquesea haciéndose el moderno con una provocación que ya era vieja en el siglo pasado. Y aquí un tutorial de cómo hacerse el maquillaje del verano con pestañones postizos y miles de cristalitos y luego qué pena lo del incendio de Ávila y no te olvides de La Palma. Y Haití, si me queda huequito y no se me peta el móvil. No se vayan a creer mis seguidores que no estoy a lo que hay que estar.

Y todo dura 24 horas. El tiempo estipulado por los señores de nuestro tiempo para que pasemos página rapidito y a otra cosa, mariposa, que se hace tarde.

A otros asuntos, a otras luchas, a otras causas, a otras uñas, a otras pestañas, a otros escándalos, a otros problemas del primer mundo salpicados con algún drama lejano que se haya puesto de moda, aunque lleve años existiendo y doliendo por esa tierra que ya no tiene fronteras, le pese a quien le pese.

Que si aquí no hay antivacunas, que si los antivacunas están tomando el control, que si el virus que no cesa, que si hay un troll que se ha inventado que trabaja en el Pentágono y lo embarra todo y luego desaparece. Que si salen fotos de talibanes haciendo cosas de occidentales de bien, como comer helados, sudar en el gimnasio, subirse en los cochitos locos y sonreír mucho, que a ver si nos vamos a pensar que son malos y asesinos, si ellos siempre han estado muy a favor del amigo infiel, en los 90 y en los 2000 y mañana mismo, si Biden quiere.

Si esto es lo que hay, si no queda otra que adaptarse o morir, perdón por el pudor, perdón por la tristeza, pero no cuenten conmigo.