En un taller de escritura tuve un alumno que escribía muy mal y que no progresó durante el curso. Pero le daba lo mismo. Lo sabía, sabía que escribía mal y no le dolía en absoluto, incluso daba la impresión de hacerle extrañamente feliz, como si eso lo convirtiera en un prosista original. Lo perdí de vista hasta que un día, años después, nos encontramos en una librería donde me informó, con una extraña sonrisa, de que no había publicado, porque eran muy malos, un par de libros que había escrito durante ese tiempo. Nos despedimos con un apretón de manos y el intercambio de nuestros correos electrónicos.

Al poco me escribió para decirme que estaba pensando en organizar el Primer Congreso de Escritores Malos Españoles. Solicitaba mi consejo en cuestiones de orden práctico. Me limité a transmitirle cuatro o cinco generalidades extraídas de mi propia experiencia como congresista aquí o allá. Luego intenté olvidarme del asunto, lo que no era fácil: soñaba con ese raro encuentro, me preguntaba por las ponencias que tendrían más éxito en él, imaginaba las discusiones de los asistentes acerca de la mala escritura literaria. Me pareció que mi exalumno practicaba una forma de satanismo aplicada a la novela.

Más tarde me volvió a escribir anunciándome la inminente celebración del cónclave e invitándome a pronunciar la charla de apertura. No sabía si tomármelo como un insulto o como un halago. ¿Qué decir a un conjunto de personas reunidas por la extraña afinidad de escribir mal y de reconocerlo? Decliné la oferta, pero le prometí que acudiría como espectador a alguna de las sesiones.

El evento, en el que participaron unos cincuenta escritores malos (algunos bastante conocidos), tuvo lugar en un lujoso hotel de la capital. No sé muy bien de qué hablaron porque me dormía durante las ponencias, que resultaban soporíferas. El concilio se cerró sin conclusión alguna y cada autor regresó a su provincia o a su casa como había venido. Para mi exalumno, que me escribió días después, constituyó un éxito porque ningún periódico, decía, había cubierto la noticia. Tuve la impresión de haber asistido al nacimiento de una secta.