Soy incapaz de evaluar la calidad de un futbolista. Pero yo les concedo inmediatamente todo: los grandes futbolistas son creadores, son prodigiosas inteligencias móviles, son símbolos imprescindibles de causas nobles o derrotadas, son un ejemplo inmejorable de ascensión meritocrática, son los héroes poscontemporáneos. Si Messi es un genio, pues claro, me levanto y aplaudo. Hace medio siglo (o poco más) el fútbol sufría un indulgente y tranquilo menosprecio. Pero en los años sesenta y setenta encontró una legitimación cultural e ideológica por parte de la izquierda, y ahí tienen el viejo libro de Vicente Verdú (El fútbol. Mitos, ritos y símbolos) como piedra angular de una apología del deporte futbolístico desde el progresismo más charlatán. Por supuesto, da grima leerlo ahora, con sus aplicaciones de la dialéctica marxista a la pelota o su descubrimiento sobre los equipos de fútbol, que a juicio de Verdú se sostenían sobre una estructura matriarcal. La otra referencia epocal, más importante, era, por supuesto, Manuel Vázquez Montalbán. Su coartada intelectual era más inteligente: la evolución del fútbol como deporte y como espectáculo mercantilizado nos explica mucho del devenir social de una comunidad. «El fútbol es un polarizador de las tensiones interregionales y de proyecciones ultranacionales y resulta pieza imprescindible para la comprensión total de treinta años de la Historia de España», escribía el maestro a la altura de 1973. MVM creó eso de que el FC Barcelona era «el ejército simbólico desarmado del catalanismo» durante la dictadura franquista.

Lo que es evidente es que tanto a Verdú como a Vázquez Montalbán les gustaba el fútbol. Como les gustaba incurrieron en intentos de exégesis sociológica e interpretación histórico-cultural, no al revés. Es perfectamente posible teorizar sobre el fútbol desde el punto de vista de la economía, la sociología o la psicología social sin que te interese un bledo el juego. No es el caso, porque lo que se intenta es concederle una densidad intelectual a una inclinación deportiva que es, sustancialmente, una emoción gregaria más o menos respetable como tal. Hace un rato he escuchado a Jorge Valdano describiendo el estilo de Leo Messi, y de aceptarlo había que admitir que su cerebro es el de un físico de partículas y sus piernas capaces de mejorar los resultados de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina: «Adivina lo que va a pasar antes que ocurra y entonces encuentra el gol». El jugador es un vidente y no solo un atleta portentoso.

Por supuesto ante semejante prodigio son insignificantes sus enjuagues durante varios años para eludir sus obligaciones fiscales o que sea un sujeto capaz de pronunciar tres frases seguidas con cierta coherencia. Se me antoja que lo único interesante que hay aquí es una monstruosa desproporción. La que existe entre el patético fanatismo de los seguidores y la identificación emocional de millones de personas con equipos deportivos con la obscenidad de un negocio ya globalizado que, según la consultora Deloitte, mueve mundialmente alrededor de medio billón de dólares, un negocio caracterizado por la opacidad tributaria en operaciones internacionales, la corrupción de los agentes intermediarios y funcionarios públicos, sobornos, falsificaciones: un negocio tan lucrativo como sórdido que tiene un ejemplo magnífico en la gestión que Joao Havelange y sus compinches desarrollaron al frente de la FIFA. Yo pido disculpas por todos aquellos que encontramos en el romanticismo futbolero el combustible estúpido para que todo este montaje siga funcionando con figuras como Messi para entorchar un pastel indecente , y si les parece objetivo recuerden, durante un minuto, quiénes son los presidentes del CD Tenerife y la UD Las Palmas.