Hasta hace dos semanas nadie sabía quién era Krystina Tsimanovskaya, la atleta bielorrusa que se ha exiliado a Polonia después de abandonar su delegación olímpica. No es el único caso que se ha visto en los Juegos de Tokio. Menos mediático fue el del levantador de peso Julius Ssekitoleko de Uganda, que huyó de la villa nada más llegar. Dos días después fue localizado y enviado de nuevo a su país, donde según la cadena norteamericana NBC está detenido de manera ilegal y en circunstancias poco claras por orden del gobierno que preside el general Yoweri Museveni desde 1986.

El nombre de estos dos deportistas se añade a una larga lista que estrenaron, en los JJOO de Londres de 1948, la checoslovaca Marie Provazkínová y el húngaro Oszkár Csuvik. Ambos provenían de regímenes comunistas satélites de la URSS.

La primera era la entrenadora del equipo de gimnasia que consiguió el oro. El 18 de agosto de 1948 se declaró refugiada política para denunciar la falta de libertad de su país donde, el febrero anterior, se había producido un golpe de estado dirigido desde Moscú para hacerse con el control de Checoslovaquia. Provazkínová se fue a EEUU, donde empezó una nueva vida.

Del waterpolo al micrófono

En cuanto a Csuvik, era waterpolista y ganó la plata. Terminados los juegos se quedó dos años en Inglaterra y luego emigró a Australia, donde acabó dirigiendo el equipo olímpico de waterpolo en los JJOO de Helsinki de 1952. Al retirarse trabajó de comentarista radiofónico en la cita olímpica de 1956. Desde los micrófonos fue testigo de la violenta semifinal entre la URSS y Hungría, bautizada como El baño de sangre de Melbourne. Aquel enfrentamiento fue mucho más que un partido de waterpolo. Tres semanas antes del inicio de los Juegos, la Unión Soviética había invadido Hungría para detener la revuelta democrática. Entonces los atletas ya habían viajado a Australia para prepararse para la competición y se enteraron por las noticias de como su pueblo era reprimido sin contemplaciones. Toda esa tensión se trasladó a la piscina y el jugador estrella húngaro, Ervin Zádor, salió del agua con la cabeza abierta por la agresión de los rivales, impotentes después de que hubiera marcado dos de los cuatro goles que los húngaros les habían metido. En la final ganaron el oro al vencer Yugoslavia 2 a 1. Después de los JJOO unos cien atletas húngaros desertaron y no volvieron a casa. Entre ellos el propio Zádor, que terminó trabajando de monitor de natación infantil en San Francisco.

Otro caso de deserción masiva se vivió en Múnich en 1972. Aún no se sabe con certeza cuántos deportistas de la URSS escaparon del control de la KGB. Cuatro años más tarde, en Montreal, un asesor del comité soviético también huyó. Y cuatro integrantes de la delegación rumana.

Parecía que con el final de la Guerra Fría las deserciones pasarían a la historia. Muy pronto se vio que no. En 1996 en Atlanta el abanderado de Irak, el levantador de pesos Rae Ahmed, se quedó en EEUU para denunciar el régimen de Saddam Hussein. Como el beisbolista cubano Rolando Arrojo, que en 1992 había ganado el oro en Barcelona con su equipo. Enseguida fue fichado por el equipo profesional de Tampa (Florida). Y fue allí donde, en 2008, más de la mitad de futbolistas del combinado cubano que estaban haciendo el preparatorio para ir a Pekín, abandonaron la concentración para pedir asilo en Washington. Como Arrojo, ellos también encontraron equipos de la liga profesional de soccer en los que poder jugar.

Cuando en 2012 los Juegos viajaron a Londres, fueron los africanos los que aprovecharon la oportunidad para huir y no volver a casa. De Camerún desertaron una portera del equipo de fútbol, una nadadora y cinco boxeadores. Del Congo lo hicieron varios técnicos, de Sudán abandonaron varios fondistas y de Eritrea el abanderado y tres compatriotas más.

Y es que una cosa es clara, mientras haya desigualdades siempre habrá quien aspire a mejorar su situación y hará lo necesario para conseguirlo. Incluso abandonar una posición privilegiada como la que tiene un deportista de élite en su país.