El amanecer está muy bien pero requiere madrugón. O en palabras de John Lennon, «el amanecer es un espectáculo hermoso y sin embargo la mayor parte de la audiencia duerme todavía». El atardecer es otra cosa. Hay atardeceres de Instagram y atardeceres vistos desde una ventana de edificio de barrio, fumando un pitillo contemplando el cielo y el sol escondiéndose, pero también viendo a los que vuelven a casa después de los afanes del día, tras buscarse la vida y la bolsa.

El atardecer es gratis y cotidiano, pero en verano pagamos en una terraza para verlo cuando en realidad lo que vemos es el anochecer, que se demora perezoso mientras tratamos de que el camarero nos atienda. Pero el camarero está ya en el atardecer de su jornada, que empieza muy temprano. Anda ya molido y es poco amigo de exigencias.

Pase lo que pase el sol saldrá mañana, nos tiene dicho Paul Gauguin, pero el temor no es que no salga; es más bien que no estemos nosotros para verlo.

Al atardecer sucede la noche, pero la noche nos confunde, como dijo el filósofo televisivo. Nos confunde tanto que no hablaremos sobre ella en este artículo, pensado más bien para que usted lo lea en este mediodía de agosto, con el segundo café y las expectativas sobre la jornada intactas. En la hora en que los vagos planes para salir a caminar, navegar o a la playa aún son solo eso, intenciones, indecisiones.

Un libro puede esperarnos en el balcón, al atardecer. E incluso puede producirse la magia: que atardecer y libro sean fantásticos. También vale que el atardecer sea de libro pero el volumen un tostón. No falta la jornada en la que el libro es amenísimo y cautivante y el atardecer una birria nublada y mortecina, preludio de noche rutinaria.

La magia se produce si el último rayo de sol se estrella contra el espeto y con el primer bocado a la sardina sentimos una leve punzada de leve frío tras una jornada de lacerante sofoco.

Hay ladrones de atardeceres y atardeceres de agosto que nos son regalados. O sea, reparamos en ellos porque estamos de vacaciones alojados en un Parador o en casa al fresco o libre de ocupaciones o saturados de Netflix.

En los atardeceres de la infancia había coquinas en la orilla, pan con chocolate, digestiones de dos horas y arena en los bolsillos. Contemplábamos el crepúsculo desde un ágil SEAT en el transcurso de un atasco preguntando cuánto falta. No sabíamos lo rápido que todo iría pasando.

El referéndum organizado por el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador –conocido por sus siglas, AMLO– es un ejemplo perfecto de lo que supone la distorsión de la democracia llevada a cabo por el populismo. Con una participación ridícula, de menos del 7% de los posibles votantes, AMLO ha asegurado, por boca del presidente de su partido (Morena, Movimiento de regeneración nacional), que la consulta ha sido un éxito «pese al boicot de los nostálgicos del neoliberalismo» y que va a crear desde el Gobierno una comisión de la verdad de la mano con las víctimas y otra comisión «contra la impunidad de los crímenes económicos del neoliberalismo». Dicho de otro modo, que va a hacer lo mismo que se sacaba a consulta pese a que cuente solo con el apoyo del 6% de los mexicanos que estaban en condiciones de votar. En la práctica, eso supone investigar las decisiones que tomaron siendo presidentes los cinco que le antecedieron en el cargo, Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

Aunque ninguno de ellos parezca estar preocupado en lo más mínimo por la comisión con la que AMLO les amenaza, el episodio indica bastante bien el concepto de democracia que aplica el populismo, más que conocido por cierto aquí, en España. Consiste en organizar consultas ciudadanas y dar por bueno el resultado —siempre que favorezca las tesis de quien las convoca— sin necesidad de establecer un mínimo quórum de participación que dote de algún viso de legalidad a la medida. Es en esencia lo mismo que hicieron los promotores de la consulta soberanista del 1º de octubre de 2017 de la que se ha derivado un proceso judicial por supuesta malversación de fondos públicos.

Pero aunque no se hubiese malgastado ni un solo euro, ¿qué sentido democrático tiene utilizar como coartada un referéndum al que acude una parte ínfima de la ciudadanía? El argumento compartido por AMLO y los líderes del proceso soberanista catalán apunta a que los pocos votantes dieron un apoyo abrumador a la iniciativa ofrecida: más del 90% en ambos casos. Algo que se acerca tanto a los usos y los resultados de las dictaduras cuando montan consultas populares que, por sí solo, debería hacer que cundiesen los temores y las sospechas.

La democracia no tiene nada que ver con pachangas verbeneras, consultas sesgadas o interpretaciones ventajistas. Exige procedimientos serios que contengan, entre otras cosas, el respeto escrupuloso de un quórum capaz de legitimar cualquier referéndum. Hay que definirlo de antemano como garantía para la protección de los ciudadanos y no debe ser nunca modificado a la baja ni siquiera unos pocos puntos. Cuando hablamos de una participación que no llega ni siquiera al 10%, apaga y vámonos.