Leo que el gran barítono menorquín Juan Pons cumple setenta y cinco años, la edad de mi padre. Las décadas de los treinta y los cuarenta fueron pródigas para España en voces operísticas: Plácido Domingo y José Carreras, Teresa Berganza y Monserrat Caballé, Jaume Aragall, Vicente Sardinero y Juan Pons. Si alargáramos un poco más el arco temporal, podríamos incluir nombres como los de Alfredo Kraus y Victoria de los Ángeles, Pilar Lorengar y Pedro Lavirgen, por citar a unos pocos más. Cualquier similitud con nuestra época es mera coincidencia, como lo sería también en Italia o en Francia, si nos ciñéramos a otras potencias canoras, y hay que decir que los aficionados wagnerianos también lamentan carencias similares. La imagen prima sobre la voz y la voz sobre la elegancia o el gusto. Por otra parte, la música antigua disfruta de un momento de singular esplendor.

Juan Pons fue el mejor barítono verdiano de su generación, no sólo en España. Lo conocí a principios de los noventa, en una iglesia de Nueva Jersey, donde había sido invitado por un sacerdote también menorquín, Francesc Huguet, que trabajaba de misionero para la comunidad hispana que se afincaba cerca de Newark. Huguet le pidió que cantara en misa y así lo hizo, acompañado por el pianista del Met, Kamal Khan, y la soprano palmesana Fanny Marí, la cual por aquellos años estudiaba canto en la Juilliard School of Arts de Nueva York. Después de almorzar en el sótano de la parroquia –un estofado de pollo con frijoles–, el padre Huguet nos llevó de excursión por la región, terminando en Hoboken frente al skyline de Manhattan. Dos o tres días más tarde, Juan Pons estrenaba la temporada operística anual del Metropolitan junto a Plácido Domingo –que protagonizaba Il tabarro, de Puccini– y Luciano Pavarotti –en Pagliacci, de Leoncavallo–; una velada que fue transmitida en directo por la televisión pública de Estados Unidos y que todavía hoy se encuentra fácilmente en Youtube. Creo que fue el momento de mayor prestigio internacional –indiscutido entonces– del barítono ciudadelano, cuyo canto (redondo y de gran belleza, dotado de una indudable humanidad) había despegado diez años antes, en 1980, con un Falstaff histórico en La Scala, que había trabajado musicalmente a conciencia con un director prodigioso –Lorin Maazel– y con el intendente del coliseo milanés, el maestro Siciliani. Falstaff fue uno de sus grandes roles, al igual que Scarpia de Tosca, Gérard de Andrea Chénier, Giorgio Germont de La Traviata –que le escuché aquella misma temporada en el Metropolitan– y Rigoletto. Su timbrada voz, con potentes graves naturales y la velada oscuridad característica de la escuela española, se beneficiaba de una dicción extraordinariamente nítida y acentuada, diáfana y dúctil.

Pons tuvo el acierto de saberse despedir de los escenarios cuando todavía se encontraba en plenitud de facultades. Nos dejó algunos registros fonográficos memorables –pienso ahora en el Falstaff que grabó con Muti y en el bellísimo Giorgio Germont de La Traviata con Pavarotti en 1992– y muchas veladas para el recuerdo; por ejemplo, junto a Monserrat Caballé que tanto le apoyó en los inicios de su carrera. Fue sobre todo un cantante noble y artesano, que traslucía una humanidad alejada de cualquier divismo. En este sentido, ha sido –y es– un artista ejemplar. Y el mejor barítono que ha dado nuestro país en el último medio siglo.