Tarde –y por casualidad– me vine a enterar de que una de mis cuatro bisabuelas se había suicidado con sesenta años y sin motivo aparente. Eso escuché una mañana, mientras fingía estar a lo mío y ponía atención a las conversaciones ajenas.

Intenté, desde el momento en que lo supe, indagar más sobre el suceso, no por morbo sino por miedo. Miedo de que eso que le pasó a mamá Clara (llamémosla así, ya que nunca sabremos si ella querría que esto se revelara) me pudiera pasar a mí; como si por ese hecho terrible una parte de mi familia estuviera irremediablemente contagiada de locura.

Nadie me quiso contar nada durante muchos años, pero anduve espabilada y, cogiendo frases sueltas que se susurraban aquí y allá, pude armar el puzle y empezar a comprender, para mi desgracia, lo sola que está la gente que padece enfermedades mentales. Un día, con la historia ya casi completa, pregunté a un familiar qué había sucedido. Y supongo que, viendo el temor en mis ojos, más por amor que por convencimiento, acabó confesándomelo.

A mi bisabuela la ingresaron con lo que denominaban entonces tan ignominiosamente ataques histéricos, (de hystera, útero), que se atribuían, por tanto, a las mujeres.

Pero ella, quién sabe de su dolor, tenía grandes períodos de ansiedad a los que seguían etapas de depresión profunda. Sin diagnóstico posible, solo podemos intuir lo que le sucedía. Lo que sí sabemos, a ciencia cierta, es que las duchas de agua fría y las bridas con las que la ataron a la cama del hospital donde fue internada, no hacían más que agravar su desgracia.

Hasta que, en un descuido de los sanitarios, se arrojó por la ventana. Ya que entonces la sanidad no atendía a las mal llamadas enfermedades del alma, decidió ser ella el médico de su cuerpo y acabar con una vida que le resultaba insobrellevable.

Se impuso el silencio y el secreto, claro, so pena de que no la enterraran en sagrado y tuviera que dar con sus huesos en la cherche, en el rincón sin nombre reservado a los herejes y los suicidas.

He pensado tantas veces en ella, tantas... «Eran otros tiempos», «la sanidad estaba en pañales», «no había ocasión de pensar en la salud mental», son frases que me repetí muy a menudo.

Pero no. Demasiados años después de que mamá Clara se arrojara al vacío, en este país, que fue el suyo, cada dos horas y media una persona se quita la vida. Diez suicidios diarios y el tabú, el desconocimiento y la falta de atención siguen estando dolorosamente presentes.

No hace mucho, los periodistas ni siquiera teníamos permitido informar sobre suicidios, porque se temía un efecto llamada. Lo que no se nombra no existe, ya saben.

Y así hasta llegar aquí, donde nos hemos topado con la pandemia dentro de la pandemia. Con una realidad que ya nos desborda y nos pone frente al espejo de nuestra propia hipocresía. Es más fácil hacer como que no pasa nada porque es duro tener que pensar que la línea entre estar mentalmente sano y no estarlo es cada vez más difusa; que nuestro equilibrio emocional es cada día más frágil y quebradizo.

Es más fácil hacer como que no pasa nada cuando pasa todo.

Pasa que hay jóvenes en las redes sociales pidiendo ayuda hasta que no pueden más y dejan memoria póstuma del abandono institucional y social. Pasa que los recursos en salud mental son un privilegio para quien puede pagarlos. Pasa que estamos a la cola en prevención y tratamiento. Pasa que en nueve de cada diez casos de suicidio hay algún problema de salud mental asociado. Pasa que muchos de estos casos se podrían evitar. Y, sí: pasa que, aunque temamos al estigma, este es un problema de todos.