Los Juegos Olímpicos crean adicción, pero en esta ocasión llegan enturbiados por la torpe pretensión de buscarle tres patas a la disyuntiva entre vencer o morir. El lector quedaría maravillado, si desde aquí se desgranaran los argumentos de autor que ennoblecen a la victoria como fin supremo de la competición. Sin embargo, por una vez nos limitaremos a recoger las opiniones de los participantes al respecto. No recomiendo habitualmente a la gente que lea declaraciones de deportistas, pero su testimonio resulta definitivo en esta querella.

La regatista Tàmara Echegoyen tiene el brío ganador que caracteriza a los olímpicos españoles desde Barcelona’92. En vísperas de la prueba definitiva en Tokio, se enorgullece de disfrutar el «privilegio de la presión». Se suma sin necesidad de conocerlo al manifiesto de Djokovic, «la presión es un privilegio, hay que lidiar con ella para estar en la cima». Es curioso que las redes asociales se hayan aferrado a la doble derrota final del serbio para reprocharle la tesis, cuando su trayectoria confirma sus palabras. No supo manejar la tensión y perdió, el derrotado no necesita excusas.

Sin salir del territorio olímpico, Ricky Rubio ha sido sacudido en Tokio por otro festival de traspasos, típico del zoco de la NBA. El base ha lamentado la desconsideración del tráfico, pero adelantándose a reconocer que «los jugadores somos unos privilegiados». Sabias palabras, muy atinadas en un treintañero que percibe 14 millones de euros por temporada.

El último ejemplo corresponde a uno de los plusmarquistas mundiales más sorprendentes de los Juegos. El noruego Karsten Warholm va seguido de 16 corredores negros en la clasificación histórica de su asignatura, los 400 metros vallas donde se ha bañado en oro. Tras describir la dureza de su régimen de entrenamiento, el atleta nórdico concluye que «yo no voy a quejarme de mi trabajo, soy un privilegiado».