Las Olimpiadas sin público se acercan a su final sin que ninguna de las catástrofes que se temían hayan alterado su normal desarrollo. No hubo brote epidémico, ni contagio masivo, ni incidentes de orden público, ni amenazas terroristas, ni peores marcas. Muy al contrario. La competición se desenvolvió con total normalidad, y la ausencia de aficionados en las gradas en vez de desorientar a los atletas los hizo concentrarse mejor y se batieron récords que se daban casi por inamovibles. Fuere cual fuere la causa de tan buen resultado (mención aparte de la proverbial laboriosidad japonesa), lo cierto es que el ambiente propició una explosión de sentimentalidad tanto entre los atletas como entre los llamados a contar sus hazañas desde los medios. Los unos convertían en lágrimas los años de intensa preparación, no pocas veces en solitario. Y los otros, tocaban la tecla emotiva de la familia lejana y hasta de la patria y la bandera. Un ejemplo de esa, digamos, moda, fue la celebración de la medalla de bronce ganada por el tenista asturiano Pablo Carreño frente al serbio Djokovic, considerado el número uno del mundo en ese deporte y gran favorito para llevarse la medalla de oro antes de iniciarse la competición. Lógicamente, los medios le prestaron mucha atención a Carreño, al que se veía especialmente emocionado. El repertorio de elogios fue merecidamente extenso, pero cuando el tenista quiso ponerle término de forma educada, dando las gracias a presentes y ausentes, uno de los reporteros quiso estirar el chicle de la entrevista con un golpe de ingenio. Y no se le ocurrió cosa mejor que pedirle a Carreño que cantase el Asturias patria querida, el himno oficial de la comunidad autónoma del Principado. El tenista, que parece un hombre discreto, seguramente no esperaba una propuesta de ese estilo y alegó que la canción no era su fuerte. Pero el reportero insistió y para animarlo se brindó a cantar con él. Y no una vez sino varias más. Por fin, tras varios intentos fallidos, el deportista asturiano pudo retirarse del primer plano y se marchó con familiares y amigos, que lo estaban esperando. La exageración es un vicio periodístico del que no conviene abusar. Últimamente, se ha convertido en costumbre incitar a los entrevistados a participar en bromas y en ocurrencias de dudoso gusto. En estas Olimpiadas tuve ocasión de escuchar una forma de celebrar un segundo puesto con especial intensidad. A voz en cuello y gritando como un desesperado: «Plata, plata, plata, plata, plata, plata, plata, plata, plata». Y así hasta que se nos quiebre la voz por el esfuerzo. En mis años mozos fui asiduo a las veladas atléticas que se programaban en Galicia y de manera concreta en A Coruña y en Vigo. Recuerdo de Vigo al gran fondista Carlos Pérez, que competía con Hurtado y con Molins en 5.000 y 10.000 y al olímpico Álvarez Salgado, que destacó en el fondo y el semifondo. Y en A Coruña, a Fernando Bremón, atleta, nadador, futbolista y no sé cuántos deportes más; y a Lorenzo Martínez, que fue campeón nacional de lanzamiento de disco y autor del primer diccionario hispano-ruso. También andaba por allí, como directivo, el señor Bordomás, que daba las salidas, válidas y no válidas, con una pistola especial. Era un atletismo que no cobraba. Creo que de los primeros en estar subvencionado fue el catalán Tomás Barris, que ya tenía un nombre en Europa.