El mundo –nuestro mundo– está de mudanza. Y ese mudarse para habitar otras coordenadas redescubre la piel del nómada que comenzamos a ser desde que el sapiens se irguió sobre sus dos patas. Las motivaciones del mono, autoproclamado como inteligente, no difieren en gran medida de las que le impulsaron en la búsqueda interior que nunca cesa. Nos movemos por la necesidad imperiosa de experimentar el cambio y poder comprobar cuánto de bien nos hace sentir la vida en otras latitudes. Saltar de una casilla situada en tu lugar de origen, y aterrizar al otro lado del tablero, forma parte del juego que llamamos evolución. Si lo extrapolamos a las misiones espaciales, la perspectiva de nuestra inquietud se amplía enormemente, con la propia capacidad para imaginar como único límite. Se trata de la mayor ambición de todas, porque la conciencia de nosotros mismos es un hallazgo sin resolver, así que no pararemos hasta encontrar respuestas que quizás no existan. Pero volvamos al numadeo que nos transporta, dentro de una piedra volante o por reproducción sucedida entre células que se conocieron y se gustaron. Entonces ocurre que, una vez más, el instinto ha dictado su sentencia: prohibido quedarse quietos, ya sea de forma presencial o virtual, y continuar el viaje, mezclarnos con la comunidad de nómadas en un ecosistema cuyos parámetros descartan y expulsan todo lo que permanece estático. La idea de libertad sin fronteras en las visionarias gafas de Lennon, adelantaba la utopía posible. Espacios abiertos en los que grupos humanos comparten vida y conocimientos, el ágora del siglo XXI, como portal de intercambio propiciador de un concepto desenfadado y desnudo de razas, colores y credos. Numadear es deshacerse de complejos y miedos, para lanzarse a la aventura que espera a ser contada. En el universo infinito de Numadü, lo saben muy bien.