Mi primer recuerdo de maltrato animal fue un asesinato masivo de bebés de focas en algún lugar de Alaska. No recuerdo que edad tendría entonces pero era relativamente pequeña y, como un mal devastador que irrumpe sin avisar y te quema hasta las entrañas, así se colaron estas horrendas imágenes en un telediario, entre el segundo y el tercer plato, sin que a mis padres –asustados– les diera tiempo a apagar el televisor a trompicones.

Calculo que tendría 5 o 6 años y quise gritar y golpear a la pantalla cuando vi a un ejército de hombres levantando enormes palos con los que luego golpeaban furiosamente a los bebes de foca que huían despavoridos por toda la playa. Pero en vez de gritar, me quedé sin voz. Ningún sonido encontraba un mínimo hueco para poder escabullirse de mi garganta infantil, oprimido por unas inmensas ganas de llorar. Esos bebés no habían hecho nada pero estaban siendo masacrados. Solo los querían por su piel.

Me quedé completamente helada, aterrada, con una herida tan profunda en mi corazón que todavía ahora sangra varias décadas después. Estoy convencida de que aquella fue la primera vez en mi vida en la que fui consciente de la maldad humana para con los animales, de la violencia porque si contra ellos, del abuso a seres desprotegidos. Antes, había visto animales arar la tierra en el pueblo de mi padre, donde había asnos, ovejas, gallinas y cerdos pero los tenía integrados como quien integra un árbol en el paisaje: allí había animales porque siempre los había habido y jamás había visto un gesto violento con ellos más allá del golpe final que iniciaba el camino del conejo hasta el puchero. Otra cosa, eso sí, eran los bous al carrer o embolats con los que crecí en mis veranos en casa de mis abuelos sin pensar en nada más que en pasarlo bien, como todos mis iguales humanos. Porque se supone que era y es una fiesta y aunque el toro llore, se queme o grite de dolor nos tenemos que divertir.

Sin duda alguna, creo que uno de los momentos más trascendentales del ser humano es el paso de vivir en la inocencia y seguridad de un hogar confortable a la percepción de que el mundo no es seguro, ni justo, ni amable sino que también puede ser malvado, hostil y repleto de amenazas. Y ese instante de transformación -para siempre ya que no hay camino atrás posible- viene acompañado casi siempre de un episodio de violencia. Rememoren ustedes su propia transición y hallaran este detonante que lanzó por los aires su visión infantil del mundo y verán.

En la gran mayoría de zonas del mundo esta revelación se produce bien temprano, al poco que uno empiece a andar y por pura supervivencia. Guerras, hambrunas, persecuciones y pobrezas no dan mucho tiempo para recrearse en un mundo idílico. Pero en los países privilegiados, entre los que nos encontramos nosotros, la violencia existe igual en ese rito de paso. Un grito entre los padres, alguien golpeando a otro en la calle, una imagen terrible en la televisión o el sufrimiento en los ojos ajenos.

Hace pocos días le explicamos a mi sobrina de nueve años los atentados ocurridos aquel 11 de Septiembre. Nacida once años después nunca ha visto las imágenes de los aviones estrellándose sobre las torres y de su mente infantil surgieron mil preguntas con las que plasmaba su incredulidad y su miedo. ¿Eso lo habían hecho personas? ¿Con gente dentro de los aviones? ¿A propósito? En un instinto de protección los adultos echamos atrás y cambiamos de tema rápidamente. Pero ella se quedó mirando el infinito, muy seria. Y entonces supe que la ruptura se había producido en ella. Y mi herida volvió a sangrar.