En un artículo publicado muy pocos años antes de su asesinato, Francisco Tomás y Valiente advertía que en todo el tiempo que sirvió en el Tribunal Constitucional «nunca me sentí presionado por ninguno de los poderes del Estado, pero sí, con cierta frecuencia, por unos u otros medios de comunicación». El gran catedrático de Derecho Constitucional –y autor de un admirable Manual de Historia del Derecho español que se lee y disfruta como una aventura intelectual– argumentaba que «nunca la independencia de los jueces ha estado tan protegida y garantizada constitucionalmente como ahora, ni tan respetada de hecho como ahora por los otros poderes del Estado». Sin duda el profesor Tomás y Valiente se quedaría atónito por la operación puesta en práctica en España, estimulada por el Gobierno y sus ministros con énfasis, acusaciones y silencios: la deslegitimación de los tribunales y, en última instancia, del poder judicial. Se ha llegado a esta situación porque el Gobierno, los socios que lo apoyan y los cuates que lo ensalzan en los medios de comunicación a tanto la pieza entienden que no basta con gobernar reduciendo al mínimo los controles democráticos: no pueden tolerarse sentencias y autos que ponga en cuestión decisiones del Supremo Hacedor. No, no se trata de que las sentencias y autos no sean criticables. Por supuesto que lo son. Pero lo que estamos viendo no son críticas a la producción de los tribunales, sino un conjunto de ataques que rechazan su función de interpretar y aplicar la ley por un imaginario desacuerdo con un no menos imaginario sentido común, por contrariar la voluntad de un gobierno o por la ideología conservadora o mera estupidez de los magistrados. La secuencia no suele variar. Se crea escándalo alrededor de una sentencia, se la difunde parcialmente, se recuerda que los magistrados de la ponencia fueron propuestos por el PP, y a veces gente que tiene una sintaxis de botijo critica burlonamente un documento de cien páginas. Que en la reciente sentencia del Tribunal Constitucional un magistrado propuesto en su día por el PP apoyase la constitucionalidad del estado de alarma decretado por el Ejecutivo de Pedro Sánchez y una magistrada propuesta por el PSOE afirmara lo contrario no despierta mayor interés en los heroicos iconoclastas.

Desde hace días se insiste en la arremetida contra el Tribunal Superior de Justicia de Canarias, por no avalar algunas decisiones del Gobierno autonómico para contener el avance de la pandemia. En la misma participan algunos medios, algunos políticos de saldo y esquina y algún añoso expenene que desde que Manuel Marchena archivó el llamado caso grúas descubrió que los tribunales están trufados de ultraderechistas y no valen un higo-pico; mientras tanto, Ángel Víctor Torres mueve tristemente la cabeza y pide «una unificación de doctrina» (sic). ¿Y si la doctrina que se unifica establece claramente –como ya lo está– que el Ejecutivo regional no tiene título jurídico habilitante para imponer un toque de queda, por ejemplo? Muchos se encogen de hombros, pero a mí se me antoja gravísimo tratar las sentencias judiciales como si fueran discursos parlamentarios o columnas periodísticas. El relato de que los tribunales –que jamás se pronuncian por su cuenta, sino en respuesta a procedimientos o denuncias– se integran en una suerte de conspiración para hundir al honesto y valiente gobierno progresista (español o canario) no solo es una falsedad: es profundamente estúpido y releva un escasísimo conocimiento tanto del trabajo de debatir y redactar una sentencia como del funcionamiento real de una democracia representativa. Ninguno de ellos dirige sus críticas y exigencia donde debe: a unas Cortes en la que los grandes partidos (PSOE, PP, UP, Ciudadanos) consensuen una normativa sobre pandemias que facilite a las comunidades autónomas instrumentos legales para controlar contagios. Prefieren emplumar simbólicamente jueces. Una gente encantadora. Y exquisitamente demócrata.