En varias ocasiones el Tribunal Superior de Justicia de Canarias ha enmendado alguna disposición del Gobierno de Canarias en materia de limitación de los derechos y libertades individuales en relación a disposiciones de limitación sanitaria con motivo de la Covid-19 y las oleadas sucesivas. Las reacciones han sido diversas. Unos las aplauden y otros las critican.

Estas acciones, independientemente de las opiniones personales que cada uno pueda tener, nos recuerdan que estamos en una sociedad democrática. Y que el poder del Estado posee un sano equilibrio que garantiza que nadie lo asuma de manera desmedida. Para algunos este equilibrio de fuerzas y separación entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial debería sea aún más claro y distante.

Podríamos enzarzarnos en una discusión sobre los niveles de independencia y los modelos gubernativos, y afirmar si se debe legislar todo y hasta el mínimo la convivencia, o si los tribunales de justicia dependen más o menos de los ciclos de alternancia política. Pero tal vez esta discusión nos despiste del principio fundamental de la democracia: la soberanía la tiene el pueblo y la ejerce a través de mecanismos que garanticen la justicia, el bien común y el debido equilibrio de poderes.

Yo son soberano porque tengo libertad y derecho a participar en el ámbito de lo público y común. Y esta soberanía va más allá de un voto con una lista cada cuatro años.

Yo son libre y capaz de asumir que debo ponerme la mascarilla, evitar cercanías sociales peligrosas, evitar fiestas a deshoras que hacen imposible poner freno a los contagios. Si la convivencia cívica necesita la tutorización permanente de medidas gubernativas, si somos incapaces de ejercer la soberana libertad en una situación como la que padecemos, tal vez deberíamos revisar los fundamentos de la convivencia social y pensar en el futuro en un serio itinerario educativo.

La insolidaridad no se corrige solo con decretos. Hay que ir más al fondo de estos problemas y cuidar el totalitarismo individual en el que nos estamos instalando. ¿En serio que nuestra sociedad no es capaz de cuidado mutuo sin un decreto de nivel de alerta? Algo falla en el subsuelo social que convierte en movedizo el suelo que pisamos.

¿Se habrá distorsionado el sentido de la felicidad? ¿Cuándo nos dijeron que cada palo aguantara su vela? ¿Cuándo olvidamos que los derechos suelen tener una correspondencia en deberes? ¿Cómo es que esta lógica realidad se nos ha pasado desapercibida?

El problema de fondo no está en que un tribunal nos recuerde que debemos defender los derechos fundamentales y que nadie, ocupe el lugar que ocupe en una sociedad, debe respetarlo. El problema está en que hemos olvidado nuestros deberes sociales.

Podemos separar, trocear, subdividir cuanto queramos los poderes del estado. Y si con ello ganamos seguridad, pues bien. Pero donde habrá que poner insistencia es el hacer poderosa la voluntad de las personas de manera que seamos capaces de hacer lo que conviene y cuidarnos mutuamente. Y esto, creo, comienza en las escuelas infantiles y exige una adecuada formación permanente.

Personas libres serán las que conozcan y quieran los caminos del bien común. Lo demás es la selva.