Coincido con una vecina que sale del trabajo pasado el medio día para el almuerzo, hora que aprovecha para acercarse a su casa. Me cuenta que ha dejado preparado atún encebollado y que, como no le dará tiempo de cocinar papas, lo acompañará con una barra de pan que lleva amorosamente envuelto en papel satinado, bajo el brazo y que me describe con la misma pasión que el director del Patronato del Prado, a ese cuadro, recién cedido al museo, el Busto de mujer 43 de Picasso. «Es integral con semillas y dura, tiernito, horas», me dice. Y que el pescado, preparado así queda muy bien y, si quiero, me dará la receta.

Yo la escucho con gratitud por, sobre todo, encontrar a alguien que parece feliz con la página diaria que le ha tocado vivir, que no ha tenido una noticia triste o lamentosa, que de ambas estamos colmados, que le haya hecho olvidar ese manjar que la espera a mediados de su jornada laboral. Vengo de una semana repleta de pupas, de sombras o como me decía un paciente oncológico «de color oscuro». Un antiguo compañero de trabajo ha enfermado de gravedad y los que fuimos sus colegas de departamento le hemos enviado una nota expresándole cuánto nos importa la tonalidad de su presente. Uno de nosotros, incluyó una foto del mismo grupo pero del año 1994, estando en activo. Todos miramos a la cámara con una sonrisa, como si burbujeara desde el interior del alma una tranquilidad que más parece seguridad. Mila está embarazada y Paco se ha subido a una caja para no quedar oculto por el resto. Yo tengo la mano sobre el hombro de Leo, que es de los que ya han marchado muy lejos. Hacemos recordar al guerrero que miraba el futuro como una oportunidad porque el coraje estaba de su parte.

La mayoría de los que quedamos tenemos una buena relación. Desde siempre formamos una especie de peña a la que aportamos, cada mes, una pequeña cantidad de dinero que nos permite pasar por el comedor social de la calle de La Noria y preguntarle a Carmen, esa laboriosa monja que lo atiende, qué necesita ese día o hacer una aportación para los que ayudan en esos disparates, llamados catástrofes, con los que la naturaleza castiga al mundo. Y puede que gracias a esa vinculación solidaria estemos nosotros, ya jubilados, aún pendientes unos de los otros y que, aunque nuestro reflejo no sea ahora como el de la foto porque nadie se libre de las heridas de la vida, aún permanezca el deseo de apoyarnos mutuamente o de sentirnos lo suficientemente animosos como para identificarnos con el entusiasmo de alguien que va a almorzar un atún encebollado.