La deslegitimación de los tribunales por parte del Ejecutivo y de la clase política en general, constituye un fenómeno que excede a la libertad de expresión y que encierra en sí misma una peligrosa forma de entender el Estado de derecho. La crítica a una resolución judicial, cuando se basa en las razones jurídicas que introduce y en las que se apoya, es positiva y sirve para el progreso y eficacia de las normas. Por el contrario, aquella que rechaza las resoluciones judiciales con base en motivaciones políticas, en su utilidad para servir a un modelo social determinado o, como ha sucedido hace pocos días en esta ciudad, en la opinión del pueblo (que representan quienes se atribuyen ese poder de hacerlo), es y se traduce en un ataque o violación sistemática, por extendida y no espontánea, al sistema que se define en los principios de imperio de la ley y división de poderes. En resumen, tras tales tipos de críticas se esconden planteamientos profundamente reaccionarios, llamando reaccionarios a quienes, bajo cualquier apelación a sistemas que se consideran libertadores por esencia, destruyen o minan la democracia mediante fórmulas que acercan a un mismo nivel a las dictaduras de derechas o de izquierdas.

Malos tiempos para las libertades son estos. Y malos tiempos para el ser individual, que se quiere someter al ser social, a los intereses colectivos definidos por los gobernantes de cada lugar, hasta disolverlo en una masa dirigida y silenciada por sujetos alegremente dicharacheros en el lenguaje y escasamente sensibles con la dignidad de la persona y el Estado. La Ilustración, el humanismo, la persona como centro de todo, se ven desplazados por quienes dicen actuar como protectores del bien común, que ellos mismos definen conforme a las mayorías parlamentarias, en ocasiones hechas de retales heterogéneos e incompatibles entre sí que solo la ambición liga en un conjunto informe.

Un voto hace elevar a quien lo aporta a la categoría de voz del pueblo y exige que todo el sistema se supedite a quien es dueño de vidas y haciendas.

Cuando se deslegitiman las resoluciones judiciales argumentando su distanciamiento de la sociedad o su oposición a la utilidad pública, cuando, en fin, se exige a los jueces y magistrados que den respuestas a formas determinadas de entender la política, se está, paralelamente, deslegitimando la ley o relativizando ésta bajo consideraciones particulares y siempre adecuadas al poder de quien lo ejerce en un momento dado, a sus intereses y formas de entender y querer. La ley deja de ser instrumento de control del poder, para convertirse en arma de control de ese poder sobre la sociedad y el resto de poderes. Y esos poderes pierden su cualidad de tales para devenir en meras funciones integradas en un único poder: el Ejecutivo. Puro autoritarismo revestido, como siempre, de justificaciones que distan poco entre sí en cualquier modelo y tiempo. Tanta memoria democrática sirve para poco cuando no se aprende de la historia y se imitan comportamientos que, a la vez, se califican como ilegítimos e indignos incluso de formar parte del pasado de un país.

La vulgar y autoritaria crítica a decisiones judiciales de aquí o las del TC que ha considerado inconstitucional el estado de alarma para adoptar confinamientos como los de marzo de 2020, no es mera opinión, sino un ataque en toda regla al sistema democrático, al pretender que la ley sea sustituida por la política y los tribunales sometidos a la ley, por otros que, como en el nazismo, busquen en los gobernantes los fundamentos de sus resoluciones. Porque ese paralelismo es evidente cuando se deslegitima el ordenamiento jurídico y se quiere anteponer al mismo otra entidad, que no es jurídica, sino política e, incluso, partidista. Si a ello se unen las posibles presiones a magistrados del TC por parte del gobierno que, no se olvide, nombra a dos de ellos, restar importancia a la crisis democrática que se vive y anuncia en proyectos futuros de naturaleza profundamente autoritaria, es irresponsabilidad.

La sentencia del TC tiene de positivo el establecimiento de límites a un Ejecutivo escasamente sensible hacia los derechos de los vivos, libertador de oprimidos selectivos y convenientes e indolente en el respeto a un sistema que, parece, se le presenta como un obstáculo para desarrollar una labor ignota en sus objetivos, pero clara en sus medios.

La nueva izquierda, remedo de otras que dejaron y dejan un regusto amargo a represión, se ha empeñado en utilizar su tránsito temporal por el poder para alterar profundamente el sistema que, con sus defectos, supera al que anhelan, demostradamente fracasado. Y para ello no dudan en atacar, insisto de nuevo, a la ley, carente de legitimidad si se opone a sus designios y a quienes deben aplicarla en un Estado de derecho, que no son los partidos, ni el Ejecutivo, ni los consensos partidistas. Tan simple, como comprensible, salvo para quienes no creen en la democracia por mucho que iluminen sus propuestas con adornos retóricos capaces de esclavizar a quienes crean en ellos.