El Gobierno de Pedro Sánchez navega surcando todos los mediterráneos. El BOE, durante el sanchismo, huele siempre más a descubrimiento que a tinta, a conquista épica contra al mal en cada aurora, a mañana nueva e intacta, al aire prístino que jamás respiró antes un ser humano. Todo empieza con Sánchez. Se puede recordar que el PSOE siempre ha estado del lado bueno de la Historia –no es así– pero invariablemente para referirse al luminoso presente petrista. La escala evolutiva nos ha llevado del trilobite a la especia humana; el PSOE empezó como una utopía en algunas tabernas y linotipias madrileñas y ha culminado en Superman conquistando Estados Unidos para España.

Entre las novedades más flamantes está la inminente ley de Memoria Histórica y Democrática que supuestamente viene a completar y mejorar la normativa que sacó adelante el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en 2007 y ha tenido poco recorrido práctico. De nuevo hay que soportar con paciencia benedictina a diputados y diputadas que nos explican en lo que consistió la Guerra Civil, que afirman que nadie ha condenado nunca nada, o insisten en que las víctimas –se entiende, las víctimas causadas por el bando franquista– no han sido reparadas. La reacción de la élite política española, ciertamente, ha sido lenta e insuficiente, pero en absoluto despreciable, y el mejor resumen valorativo de la misma sigue estando en el libro Políticas de la memoria y memorias de la política, de la profesora Paloma Aguilar Fernández. Por encima de redundancias y monsergas, el nuevo texto legal ya remitido a las Cortes tiene dos puntos importantes: establece la responsabilidad del Estado en la investigación, localización y excavación de las fosas comunes a través de un plan estatal de exhumaciones financiado públicamente y la dureza (necesaria) que se podrá emplear para que ningún archivo con material sensible sobre la dictadura franquista pueda ser hurtado a los investigadores. Mucha documentación ha desaparecido ya. La Fundación Francisco Franco dispone de un archivo que solo ha dejado consular a fascistas de su entera confianza. En 1976, Rodolfo Martín Villa, ministro de Gobernación en el primer gobierno de Adolfo Suárez, cursó una orden a los gobernadores civiles para que se destruyeran con la máxima diligencia todos los archivos del Movimiento. Y así se hizo.

Se me antojan poco discutibles ambos aspecto del texto. Más que convenientes, son imprescindibles. Pero es preocupante que en la nueva Ley de Memoria Histórica se embosque una narrativa falsaria sobre la guerra civil. Hace poco un franquista redicho garantizó, frente a Pablo Casado, que el responsable del golpe de Estado de julio de 1936 fue el Gobierno de la República. No es una aseveración precisamente novedosa: es lo que repitió el franquismo desde el primer momento de la sublevación militar. El mismo Franco recalcó humildemente en varias ocasiones que se vio obligado a dar un golpe de Estado y gobernar cuarenta años España como un cuartel, cuando lo que le hubiera gustado es pintar bodegones. La voluntad criminal de derribar a sangre y fuego un Gobierno legal y legítimo está muy clara. Pero por supuesto que la izquierda tiene sus responsabilidades y no son leves ni episódicas. Socialistas (muy mayoritariamente), comunistas y anarquistas sostenían proyectos políticos revolucionarios y anunciaban abiertamente –desde luego que lo hicieron en vísperas de las elecciones del 36– que la república burguesa y representativa solo era una estación de tránsito hacia el fin de la sociedad de clases en España y la instauración de una dictadura del proletariado. Leer al periodista Chaves Nogales, a la jurista Clara Campoamor o al pedagogo José Castillejo, entre otros, supone una lección que todos deberíamos asumir: la izquierda no es históricamente inocente y cometió estupideces y barbaridades embarradas en fanatismo, muerte y dolor.