La explosión de la quinta ola de la pandemia y su especial incidencia entre los jóvenes, con unas cifras de contagios nunca antes vistas, ha vuelto a poner a este colectivo en el centro de las críticas de la ciudadanía. Ya sucedió el pasado verano, cuando la proliferación de rebrotes que acabarían confluyendo en la segunda ola llevó también a caricaturizar a los jóvenes como los irresponsables causantes de la expansión de la enfermedad. Es erróneo considerar a los jóvenes, sin matices y tomados como un colectivo homogéneo, como los culpables de los rebrotes del covid-19 en España, en general, y en Canarias, en particular. La tentación de buscar alguien a quien endosar el casi monopolio de la culpa, en un problema complejo y con muchas variables, es simplista además de equivocado.

Es cierto que la mitad de los contagiados en Canarias tienen menos de 30 años y el 70% está por debajo de los 40. La quinta ola de la pandemia ha ocasionado un aluvión de infecciones entre los niños, adolescentes y jóvenes. En el Archipiélago, un 26% de los casos activos tiene entre 20 y 29 años, casi un 20% tiene entre 10 y 19 años y otros 6% son niños menores diez años. Un 20% son personas entre 30 y 39 años. Un 14% cuenta con entre 40 y 49. El 16% restante de los contagiados.

No obstante, los datos de contagios entre las franjas de edad más jóvenes no pueden analizarse sin tener en cuenta otros datos. Por ejemplo, que la decisión de organizar la vacunación por colectivos de riesgo dejó a las franjas de menor edad para el final. Y que resulta lógico que si el coronavirus encuentra obstáculos para atacar a determinados segmentos de edad por estar ya vacunados, acuda ahora a donde no se topa con esas barreras defensivas. Tampoco se puede obviar que decisiones como las de permitir determinadas actividades que contribuyen a la expansión del coronavirus o que han contribuido a crear un clima de relajación hacia la evolución de la pandemia no las tomaron veinteañeros.

Parece que a la hora de tratar a nuestros jóvenes no hay punto medio: o se les señala como los culpables de todos los males o se les disculpa cualquier acción y actitud. Para que una treintena de jóvenes catalanes acudieran de viaje de fin de curso a Canarias y terminaran infectados o centenares de jóvenes hicieran lo propio a Mallorca en un ejercicio de turismo de botellón fueron necesarias empresas que proporcionaran los servicios y padres que dieran su autorización e, incluso, financiaran el viaje. En este último caso, una vez allí, los jóvenes mostraron escaso sentido del civismo y nula responsabilidad. A su vez, algunos de sus padres no demostraron mucha más. Las responsabilidades, pues, están repartidas.

Hay una tendencia paternalista a disculpar actitudes irresponsables de los jóvenes con argumentos de que su colectivo lo ha pasado mal con las restricciones (¿quién no?) y que es comprensible que, con la llegada del verano, sientan el irrefrenable impulso de socializar. Por otro lado, la generalización no solo es injusta, sino contraproducente, ya que dificulta el mensaje de que la epidemia no ha terminado y que es urgente no bajar la guardia. Mensaje, por cierto, que es muy difícil de entender ante el cúmulo de medidas contradictorias no solo por parte de los jóvenes, sino por toda la sociedad como la retirada de la mascarilla al aire libre o la rápida anulación de restricciones para luego, un mes después, tratar de volver a implantarlas en una surrealista pugna entre administraciones públicas y judicatura.

Ser joven no exime a nadie de la obligación de ejercer la responsabilidad individual ante la pandemia. Los jóvenes, por el mero hecho de serlo, tampoco deben ser ajenos a la solidaridad colectiva que desde todas las instituciones se pide para contener la enfermedad. Pero sí se trata de un colectivo que no se siente tan amenazado como otros por la gravedad de la enfermedad y con el que es necesario afinar en los mensajes y en la pedagogía, más necesaria que nunca después de un año y medio de pandemia, por mucho que avance la vacunación.

Como en cualquier franja de edad, hay jóvenes de todo tipo: cívicos e irresponsables, respetuosos e insolidarios. Las generalizaciones no solo no conducen a ningún lado, sino que son contraproducentes ante el objetivo común de frenar la pandemia y erradicarla. Ni la demonización ni el paternalismo son herramientas epidemiológicas útiles.