El ciclismo profesional ha encontrado en la televisión (o la televisión ha encontrado en el ciclismo profesional, tanto me da) el medio idóneo para acercar el dramatismo de la competición al interior de los hogares y de los cafés. Cada vez con más detalle y más proximidad, lo que convierte a los seguidores eventuales en testigos fugaces del paso de los ciclistas desde el borde de las carreteras. En ocasiones, por extensas llanuras que propician velocidades cercanas a las prohibidas a los automóviles en redes comarcales. Y en ocasiones, por empinados puertos de alta montaña, que parece milagroso que los ciclistas puedan subirlos a golpe de pedal. ¡Y vaya si pueden! Porque los más fuertes del pelotón hasta aceleran para superar antes que nadie la tremenda dificultad, y, acto seguido, lanzarse a tumba abierta (nunca mejor dicho) a un descenso tan vertiginoso como fatigosa había resultado la subida. Da miedo ver el espectáculo de unos hombres cabalgando unas frágiles bicicletas a velocidades suicidas sin más protección frente al abismo que su pericia para sortear la serpenteante trayectoria de la carretera. Yo pude conocer a un periodista ya fallecido que, en el tiempo en que solo llegaban noticias del Tour de Francia por la radio (y aún así espaciadas), se las ingeniaba para aparentar un seguimiento de la carrera más cercano. Arriesgaba al describir acciones que solo existían en su imaginación, y contaba anécdotas que había pirateado de la prensa deportiva francesa (prensa, por cierto, que llegaba hasta con tres y cuatro fechas de retraso). Con ese material, y alguna que otra llamada telefónica, a algún compatriota emigrado en la República vecina como informante ocasional confeccionaba nuestro hombre unas crónicas coloristas que los aficionados al ciclismo leían con avidez. Poco a poco, la cobertura informativa fue mejorando y cada cierto tiempo (sobre todo en las grandes etapas de montaña en los Pirineos o en los Alpes) se daba noticia de la situación de la carrera. «Por la cima del Tourmalet ha pasado primero, Federico Martín Bahamontes, con tres minutos de ventaja sobre el luxemburgués Charly Gaul». Los duelos entre los dos grandes ciclistas, cuando se disputaban el premio al mejor escalador de la ronda francesa, fueron intensos, aunque casi siempre los ganaba el Águila de Toledo, como era conocido en el argot periodístico Bahamontes. El dominio español cuando la carretera se empinaba era abrumador y en una ocasión la distancia entre el fibroso atleta castellano y el resto de los contendientes fue tan amplia que le dio la oportunidad de esperarlos en lo alto del puerto tomándose tranquilamente un helado. Una imagen que acabó por convertirse en leyenda. Luego, el toledano aprendió a bajar sin dejarse atenazar por el miedo y acabó conquistando el maillot amarillo. A parte de Bahamontes, brillaron también en la montaña Loroño, Bernardo Ruiz, Julio Jiménez (el relojero de Ávila) Manzaneque, Perurena, Fuente, Ocaña y un largo etcétera que se remata gloriosamente con Pedro Delgado, Miguel Induráin y Olano, y ya más cerca en el tiempo, Alberto Contador. Al dominio tradicional de franceses, españoles, italianos, belgas y holandeses se han unido últimamente colombianos, británicos, y, ¡oh sorpresa!, eslovenos, con el asombroso Tadej Pogacar, un joven de 22 años que ha ganado ya dos veces el maillot amarillo y parece imbatible.