A media mañana del 3 de septiembre de 1939 el primer ministro británico, Neville Chamberlain, anunciaba a sus compatriotas a través de la radio que el país entraba en guerra con Alemania. No fue precisamente una sorpresa después de los dimes y diretes hitlerianos sobre Checoslovaquia. Ya en agosto el gobierno de Su Majestad había anunciado un inminente racionamiento de combustible «en las próximas semanas». A los pocos días del anuncio de Chamberlain la Cámara de los Comunes aprobaba la Emergency Powers (Defence) Act que concedía al Ejecutivo poderes extraordinarios y establecía normas sobre el racionamiento de alimentos y medicinas, respuestas a los inminentes ataques aéreos y modificaciones legales para el mantenimiento del orden público, que incluía disposiciones como poder ser detenido y mantenido en prisión sin juicio durante tres meses (luego se amplió a seis) e imponer la pena de muerte a los saboteadores, por ejemplo. Obviamente los viajes quedaron suspendidos y la movilidad –salvo a efectos militares- sumamente restringida. Durante meses fue obligatorio el uso de mascarillas en prevención de ataques químicos: nunca se abandonaron del todo, porque también eran útiles para poder respirar entre el polvo y las cenizas de las calles que ardían y los edificios que se desplomaban bajo los bombardeos alemanes.

El Reino Unido era una (imperfecta y clasista) democracia parlamentaria, y habla en su honor que todas estas disposiciones y órdenes pudieran ser criticadas públicamente. Y lo fueron. El viejo Wells escribió pestes sobre la Emergency Powers Act y llegó a afirmar que para poder combatir a los nazis quizás no fuera lo mejor convertirse en nazis un poco más educados. Pero la inmensa mayoría de los británicos entendieron y asimilaron las disposiciones extraordinarias del Gobierno y el Parlamento. Porque era un asunto de vida o muerte. Porque el Reino Unido podría sobrevivir pero también sucumbir y en esa tesitura se asumieron los sacrificios materiales pero también los morales y espirituales que demandaba el interés colectivo, sabiendo que la supresión o restricción temporal de algunos derechos resultaba imprescindible. Por cierto, en julio de 1945, acabada la guerra en Europa, la izquierda laborista barrió electoralmente a los conservadores.

Sin duda la gestión de la pandemia en España merece duras críticas. En especial en los seis meses posteriores al confinamiento: desorden, improvisaciones, manipulación política, retórica asquerosa, estupidez o ineptitud administrativa, abuso del decreto ley bajo la protección del estado de alarma, irresponsabilidad a la hora de exportar la responsabilidad a las comunidades autonómicas. Se me antoja poco discutible. Pero empieza a hastiarme la insatisfacción sempiterna ante cualquier medida gubernamental para atajar un nuevo desbordamiento de la pandemia. Los que dicen que ya no pasa nada porque la mitad de la gente está vacunada y la otra mitad son jóvenes demasiado fuertes para que el virus se los lleve por delante. Los que afirman impertérritos que pedir certificados de vacunaciones o restringir la movilidad nocturna no sirve para nada. Los que desde las patronales llevan media eternidad proponiendo procedimientos y golpes de efecto perfectamente inútiles. Un poco de calma. Nos quedan tres meses como máximo para controlar al virus definitivamente y que no sea ya una amenaza para nuestra vida individual y colectiva. Las medidas que adoptó ayer el Gobierno autonómico quizás no sean las mejores y en algunos casos la contradicción es flagrante, y algunas propuestas, insuficientes. Pero no son desacertadas, intentan conciliar intereses bajo la prioridad del control sanitario y estimularán el ritmo de vacunación. Espero que se pueda constatar pronto.