La pandemia ha puesto de manifiesto una grave carencia en la mayor parte de las viviendas urbanas: espacios exteriores privados que formen parte del domicilio. Y cuando los pisos tienen balcones, estos son de un ancho mínimo, apenas suficiente para estar de pie apoyado en la barandilla, pero sin que en modo alguno puedan considerarse piezas de la vivienda en las que se pueda desarrollar la vida cotidiana. Los recientes confinamientos han hecho que dolorosamente nos demos cuenta de la importancia de que las viviendas dispongan de espacios exteriores. Baste como prueba la revalorización de los pisos con terraza, balcones, patios abiertos, etc.

El Gobierno vasco probablemente haya sido la primera administración pública en adoptar medidas para resolver estas carencias. En el Proyecto de Decreto por el que se regulan las condiciones de habitabilidad de las viviendas en esa Comunidad Autónoma –aún no vigente– se establece que toda vivienda de nueva construcción debe contar con un espacio exterior vividero con un fondo mínimo de 1,5 metros y una superficie útil mínima de 4 metros cuadrados. Es decir, están pensando en un espacio que admita un mobiliario suficiente para ser una estancia más de la casa. Si los vascos han entendido que es necesario que los vecinos de un edificio de viviendas tengan una pieza al aire libre, cuanto más debería exigirse en Canarias, con unas condiciones climáticas mucho más adecuadas. No es así, sin embargo.

En la actualidad, la construcción de pisos con balcones y/o terrazas viene regulada por los planes u ordenanzas municipales (estos elementos arquitectónicos, en la jerga urbanística, se denominan «cuerpos volados abiertos»). Lo cierto es que casi todos estos documentos normativos establecen unas limitaciones excesivas que impiden en la práctica poder construir pisos con espacios exteriores que puedan en rigor alcanzar la consideración de piezas habitables de la vivienda. Baste como ejemplo las ordenanzas de la edificación que en breve entrarán en vigor en Santa Cruz, las cuales –en la versión aprobada inicialmente y sometida a información pública recientemente– prohíben que los balcones sobresalgan más de 60 centímetros del plano de fachada. Obviamente, un balcón con tan exiguo ancho no puede cumplir las funciones de estancia que parece que deberían fomentarse.

La limitación de los vuelos de los balcones, miradores y demás elementos similares tiene una larga tradición. A principios del siglo XVI, por ejemplo, una pragmática dictada por los Reyes Católicos para resolver un pleito en la ciudad de Plasencia rezaba que «los edeficios desta cibdad se fiziesen sin valcones e pasadizos ni salidizos en tal manera que la salud del pueblo no se ynficionarse con los lugares e parte e cubiertas e no se escureciesen las calles con los dichos cobertizos, con los quales cubren el sol e la luna e se dava lugar a delitos». Criterios que hoy llamaríamos de salubridad y seguridad y que, en efecto, han estado en la base de una tradición limitadora en la regulación de los cuerpos volados por los urbanistas. Ciertamente, es más que razonable que los anchos de los balcones se limiten en función de las dimensiones de los espacios a los que se abren.

No lo es, en cambio, que una norma prevista para determinadas situaciones se generalice sin mayor reflexión ni justificación, lo que, lamentablemente, se repite con demasiada frecuencia en las determinaciones de los planes y ordenanzas –se establecen parámetros cuantitativos por «inercia», porque así estaban en documentos previos–. Algo así parece ocurrir con la regulación de los balcones y, en concreto, en las ordenanzas de Santa Cruz. De hecho, se ha copiado la limitación del Plan General de 1992. ¿Qué sentido tiene prohibir balcones o terrazas con fondos mayores a 60 centímetros sobre espacios privados, sean retranqueos frontales del edificio o patios de manzana de amplias dimensiones?

El planeamiento y la normativa urbanística tienen como finalidad facilitar y mejorar la ciudad y la vida colectiva. Por eso, si estamos de acuerdo –como es ya indiscutible– en que es bueno que las viviendas cuenten con piezas habitables exteriores, las normas deben posibilitar e incluso propiciar que se construyan y no, como ahora ocurre, ser un obstáculo o incluso un impedimento.

Sería muy deseable que el Gobierno canario, siguiendo el ejemplo del vasco, estableciera la obligatoriedad de que las viviendas contaran con espacios exteriores de suficiente dimensión, lo que supondría la supresión de las actuales prohibiciones de muchas normativas municipales urbanísticas. Pero entre tanto –o en paralelo– sería muy de agradecer que los ayuntamientos revisaran cómo regulan los cuerpos volados abiertos y acometieran las pertinentes modificaciones para facilitar su construcción. En particular, la Gerencia Municipal de Urbanismo de Santa Cruz debería corregir la regulación contenida en el texto aprobado inicialmente, evitando que entre en vigor una norma contraria al objetivo que habría de perseguirse en este asunto.