Pierre Fredy, Barón de Coubertin, padre de los Juegos Olímpicos de la era moderna, creía en la «moderación dentro de la grandiosidad», un imposible ante el magno evento que cada cuatro años moviliza al deporte mundial. Un año después, con la amenaza del Covid-19 sobrevolando estadios callados, sin público, la llama olímpica iluminará Tokio a partir de mañana.

Siglos atrás, en aquellas feroces campañas bélicas tan distintas a nuestro ideal de la Grecia clásica, la moderación no estaba bien vista, y era costumbre zamparse a los cautivos en un banquete tras la victoria militar. Alguien pensaría que el canibalismo no estaba mal, pero era más lucrativo esclavizar a los prisioneros. De ahí se pasó a ponerlos a zurrarse entre ellos y, al poco, siguieron los festines para honrar a Zeus. Onomasto de Esmirna fue el primer campeón de boxeo, pugilato como decían ellos, pero cien años antes, Koroibos de Élide, un humilde panadero, ganó en el 776 a. de C. la única prueba de los primeros Juegos de la Antigüedad, una carrera de velocidad por la que recibió una raquítica ramita de olivo como premio.

Diluida la romántica ilusión de Coubertin al rescatar el evento en 1896, la medalla es sinónimo de gloria. Hasta hace nada las preseas se recibían como logros políticos en los dos bloques en que se dividió el mundo en el siglo XX. La guerra fría evitó el choque entre capitalismo y comunismo en Moscú 1980 y Los Ángeles 1984, pero la pugna por liderar el medallero alcanzó su cénit en Seúl 1988, cita del reencuentro, con la rotunda victoria de la Unión Soviética, seguida por la República Democrática Alemana, macabro milagro del doping sistemático como reafirmación de un régimen político a través de los éxitos en la pista, el gimnasio o la piscina.

La quincena olímpica es puro espectáculo de masas, el único capaz de congregar a miles de millones de personas ante el televisor, ávidos de las grandezas y miserias de los elegidos para la gloria. El listón participativo, alejado del amateurismo, está al alcance de pocos privilegiados que hacen del deporte su profesión, uniendo años de sacrificio y privaciones a las aptitudes de cada uno. La preparación durante la pandemia ha sido durísima, y muchos han tenido que hacer un sobresfuerzo importante para aguantar el año extra. Otros no cumplirán su sueño.

Por unos días el fútbol abandona su lugar de privilegio y se confunde entre el amplio catálogo de disciplinas que, por obra y gracia del marketing, han preservado y acrecentado la excelencia de los Juegos. Este año debutan el kárate, la escalada, el skate y el surf, y muy pronto podrá hacerlo el crossfit. Fruto de esa labor comercial, todos somos un poco partícipes de las gestas ajenas, y brincamos en casa con la saltadora, insuflamos aire a la jabalina en su liviano vuelo, y empuñamos el palo ese de los jugadores de hockey aunque no sepamos que se llama stick. Hasta nos aprendemos el código de puntuación de la gimnasia o eso del curling si se tercia.

Acontecimiento de resonancia universal, los Juegos exhiben poderío económico y organizarlos es cuestión de prestigio. Para Barcelona y para España, la cita de 1992 fue más que un reto deportivo: Cambió para siempre la imagen de un país, derrumbando el mito de la chapuza nacional con una organización modélica que nacía de una de las grandes virtudes patrias: La imaginación. Tres décadas después, Tokio 2021 costará más de 15.000 millones de dólares –se dice que el doble–, con el rechazo del 40 por ciento de la población, y la declaración de estado de emergencia por Covid-19. El dato: Apenas dos de cada diez japoneses han sido vacunados.

Como ocurría en la Grecia clásica, disfrutemos, pues, de quince días de tregua sagrada de nuestra realidad. Descansemos de año y medio de locura, y que se nos permita beber de los valores del espíritu olímpico, que, como la vida, es perseverar en el esfuerzo, es preparación y renuncia para alcanzar un objetivo. Es el triunfo de la voluntad y de la inteligencia.