Comencé a trabajar en Santa Cruz pasado el año 1953, concretamente en la calle José Murphy, en la zona que fue conocida como el cuadrilátero. Tenía 18 años y anduve por esas calles durante 15 años relacionándome con vecinos y un montón de profesionales, comerciantes, abogados, aduaneros… Era un lugar muy transitado, especialmente los lunes, venía gente del interior de la isla a comprar y hacer sus gestiones.

Hacía más vida allí que en casa. Mi barbería estaba en la calle San José, bajando a mano derecha, pero el edificio ardió en llamas y solo quedaron los escombros. Higinio, el barbero que me peló durante muchos años, se trasladó a la calle Ramón y Cajal, bajando a la izquierda, casi pegado a la Plaza Militar, a la Peluquería Darias. Allí estuve otros tantos años arreglándome. El tal Darias era un hombre vehemente, quizás calentón, pues se cabreaba frecuentemente, pero también era simpático y hacía reír a los parroquianos. El rato de la pelada era agradable pero todo el mundo discutía, sobre todo los lunes, a cuenta del partido del Tenerife. Se formaban grandes peloteras y si ganaba, Villar, Julito y Antonio, apodado el loco, los mejores, si perdían…

Iba allí a cortarse el pelo y casi todos los días a afeitarse el Comandante Esteban Mandillo. Entonces estaba haciendo el servicio militar en topógrafos y se ve que me tenía calado. Un día fue a hablar con mi superior, el también Comandante José González Ramírez. Se conoce que algo le dijo mi jefe, pues al día siguiente a las ocho de la mañana estaba esperándome en la puerta de su casa de la calle Castillo. Sin ni tan siquiera un buenos días me espetó que sabía que mi hermano Manolo era compañero suyo en artillería y, que las cinco de la tarde, sin falta, me esperaba en su casa. Con puntualidad militar aparecí en la puerta, me entregó dos cajas de cartón grandes con un montón de papeles, y dijo: “Ponlos en orden y haz un fichero. Quedas nombrado secretario de la Hermandad de Donantes de Sangre, estarás a mis órdenes y, mañana temprano vas frente al teatro, donde tiene su laboratorio don Fernando García-Talavera, que te ampliará más detalles.” Cualquiera le decía que no, pero aquellos papeles no servían para nada. Compré cartulina de color verde, redacté los datos personales que se necesitaban: nombre, DNI, tipo de sangre y fecha de extracción y, las llevé a la imprenta Margarit en la calle Suárez Guerra. A todo aquel que le sacaban sangre le daban un bocadillo de jamón y un refresco (algunos pasaban por allí todas las semanas). No teníamos dinero, pero entre mi jefe, Leocadio Ramos, la Imprenta Católica, la Imprenta Margarit y de mi bolsillo, compramos los archivos y cuando en la Residencia pusieron los primeros ordenadores, les entregué como unas setenta y cinco mil fichas ordenadas por apellidos. Esta fue mi primera labor social desinteresada. A ambos los recuerdo con cariño, porque posteriormente fueron de gran ayuda, tendrán cabida más adelante.

Mandillo iba a la barbería, se afeitaba, pelaba y se largaba sin pagar, lo que ponía de uñas a Darias. Algunos parroquianos puntillosos aprovechaban para preguntar: “¿ya te pagó el Comandante?”. Contestaba enfurruñado: “de mañana no pasa sin que le pida las perras”. Pasaba los días y el hombre estaba cada vez más caliente y, entonces, cuando se lo iba a decir, Mandillo le pagaba todo lo atrasado y le daba una buena propina rompiéndole todos los esquemas. Mandillo era un cachondo mental de mucho calado.

¿Dónde está hoy mi cruzada en defensa de los diabéticos? Pues fue en aquella peluquería cuando conocí la existencia de la enfermedad. Algunos de los que acudían me contaron cómo tenían que proceder contra la asesina silenciosa. Las jeringuillas y las agujas se esterilizaban hirviéndolas en agua y la insulina venía envasada en un bote alto como el de las colonias pero mucho más estrecho. Había que sacar la cantidad necesaria a ojo de buen cubero y, con la enorme jeringa, pinchársela uno mismo como pudiera en el culete. Como decía la zarzuela, menos mal que “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”, la agujita es muy pequeña y se inyecta en la barriga casi sin notarla. CON DIOS.

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