No voy a defender a todos los jóvenes, pero tampoco voy a atacar a todos, como vengo leyendo y escuchando en muchos medios de comunicación y en muchas conversaciones con personas a las que considero sensatas. Haría lo mismo con los niños, los adultos, los ancianos, los habitantes de Cuenca o los vecinos de Alcorcón. Generalizar no significa tener razón, por mucho que se haya convertido en un hábito. Se ha abierto la caja de los truenos y ahora los jóvenes son lo peor de lo peor, la escoria de una sociedad tan pura y tan cumplidora que ha cuidado a sus mayores en las residencias o se preocupa de la sanidad y los sanitarios, no hay más que vernos. No voy a justificar la actitud de quienes exigen libertad porque están pasando el confinamiento en un hotel de cuatro estrellas o de quienes han dejado destrozadas las habitaciones tras su paso. La libertad es otra cosa, y ser un guarro, otra distinta. Tampoco voy a justificar la actitud de los padres que exigían responsabilidades cuando no han cumplido la suya, eso tan español, por otra parte. Pero esos chicos han viajado porque les han permitido hacerlo. Y han ido a conciertos porque las autoridades han permitido que se celebraran. Y van a botellones desde siempre,cuando yo tengo entendido que beber en la calle va contra la ley hace ya mucho tiempo. El mensaje que se nos ha dado a todos ha sido que esto se acababa, que podíamos salir sin mascarilla, consumir en interiores e invadir las terrazas como si no hubiera un mañana. Y viajar a donde fuera, porque estábamos casi todos vacunados. Se ha apelado a una responsabilidad individual que ha funcionado muy pocas veces. En los centros escolares se han mantenido las distancias y las mascarillas no por buena voluntad sino por imposición, y después, por costumbre, hasta que se ha convertido en muestra de educación y civismo. Fuera, ha sido el desastre. Todos hemos tenido dieciocho años y todos nos hemos creído inmortales y a salvo. Yo no sé qué hubiera hecho con esa edad en estos tiempos. Sé que no habría destrozado la habitación del hotel, pero a lo mejor sí hubiera viajado a donde fuera (Mallorca quedaba bastante lejos de mi presupuesto), y hubiera asistido a conciertos y bailado hasta el amanecer. Lo hubiera hecho porque el mensaje era que no pasaba nada, que los turistas podían por fin ir y venir, y que ya no habría más olas ni más picos de contagios. También sé que mis padres no hubieran ido a gritar a la puerta de ningún hotel, que me habrían hecho volver con la cabeza gacha, pero no habrían corrido después junto con otros no tan jóvenes a las terrazas, a las barbacoas y a las reuniones familiares donde tampoco se ha guardado ninguna medida. Muchos de los que claman ahora contra los jóvenes lo hacen mientras vociferan a la puerta de los estadios sin mascarilla alguna o viendo los partidos cubata en mano sin distancia. No todos nuestros jóvenes son niñatos. No todos los adultos podrían llamarse de ese modo. Y la responsabilidad colectiva no puede alimentarse con mensajes contradictorios, pero sí con normas, educación y la aplicación de la ley, hasta que el civismo deje de ser una excepción y se convierta en costumbre.